Es evidente que el pesimismo es uno de los rostros de la pereza. Lo sabe la derecha autóctona, que se duele de su mal fario enredada en un conflicto familiar interminable. Tantos años después, aún le cuesta liberarse del sambenito franquista y de la cínica identificación nacional de España con la más rancia barbarie. Las ideas, claro está, nunca han sido su fuerte. Sin embargo, la derecha encontraba en una gestión sin pasiones los motivos para la resistencia. Los mejores entre los suyos creían saber que los agravios públicos contra la comunidad política (ligados al auge de los nacionalismos periféricos) nunca empaparían del todo al personal.
Pensaba la derecha que bajo la gruesa capa propagandística y el bombardeo ideológico sobrevivía aún la España antigua, el resultado de una convivencia de muchísimos siglos. Esto, obviamente, en el mejor de los casos; en aquellos sectores de la derecha más comprometidos con ciertos valores sin riesgo de caducidad inminente. Otros persiguieron el cargo o prefirieron el latrocinio. Hay gente para todo.
La batalla, en definitiva, no se ha dado nunca a pecho descubierto. Ha habido miedo, sí, pero, sobre todo, comodidad en las urnas que, mal que bien, parecían confirmar que una cosa son las extravagancias de la “élite” y otra, la verdad de un país que no acababa de nacer.
Largos años transcurrieron de esta guisa hasta llegar al momento decisivo: el golpe en Cataluña y la protesta de miles de personas que veían cómo les escamoteaban el país desde la mentira y la movilización total de los bajos instintos. La derecha vio ahí la posibilidad de dotar de contenido explícito lo que hasta entonces había enarbolado discretamente. Y en esto llegó Vox.
El partido de Abascal, inflamado por la reacción, dice querer acabar con los complejos de los españoles “que madrugan”. ¿Esto significa, acaso, la irrupción de un refrescante constitucionalismo? En absoluto. Vox no propone la España abierta. Al contrario, aprovecha la simbología del estado democrático para colocar el género; las causas más estrambóticas. Es verdad que, electoralmente, no ha sido para tanto; apenas veinticuatro diputados, muy lejos de la carga de la caballería ligera que barruntaba su dirección.
El daño viene, como siempre, de las correas: el nacionalismo de Vox ata más corto y mucho más dolorosamente que el de los periféricos, quienes, pese a un historial reciente que combina golpes de estado y tiros en la nuca, mantienen su prestigio mediático. De ahí que Pedro Sánchez se frote las manos en Navarra, dejándose llevar por radicales y esencialistas de diversa índole -los que, por ejemplo, acosaron recientemente al alcalde de Pamplona, Enrique Maya, en plena celebración de San Fermín-, mientras se extiende la idea de que la creciente polarización de la sociedad española responde a una “alerta antifascista” y no al hundimiento continuado de todos los puentes (de la fe en la convivencia) como preludio de otra guerra civil.
* Columna publicada el 10 de Julio de 2019 en El Diario Montañés
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