Como
ya hemos perdido todos los asideros y las herramientas que permiten medir
moralmente el mundo, ahora nos encontramos arrojados a la intemperie, en una
época la mar de interesante. Fíjense en el personal que casi todos los días se
desayuna con noticias de progreso a tutiplén -la invención de una prótesis
ligera, el último teléfono inteligente-, al tiempo que se advierte sobre inminentes
apocalipsis totalitarios y climáticos. Parece que caminamos hoy por una fina
línea desde la que podríamos precipitarnos bien en plena era mesiánica, bien en
la definitiva catástrofe. Está la cosa en un ay.
Son
tantos los mensajes rotundos, que a uno le cuesta mantenerse optimista de cara
a un futuro que presumen deshumanizado y tóxico. ¿Cómo apreciar el presente en sus
justos términos, como un punto en la historia, precisamente ahora que han
congelado el tiempo? ¿Cómo rescatar los libros mejores, las enseñanzas de un
pasado que, al fin y al cabo, fue racista, esclavista y patriarcal?
La
indiferencia hacia los orígenes impide un análisis sensato del presente. Así
las cosas, somos incapaces de identificar lo bueno y lo bello; lo excelente
enfrentado a lo vulgar. Pienso, por ejemplo, en las más recientes citas
tenísticas, donde Novak Djokovic,
Roger Federer y Rafael Nadal han mantenido su dominio frente a las nuevas
hornadas de jugadores que no saben cómo relevarlos pese a su hambre y juventud.
Nos
empeñamos en explicar las cosas como si todo fuese natural, perfectamente
razonable. Pero, en realidad, lo del tenis y su triunvirato treintañero escapa
a toda previsión. Técnica, afinamiento físico y voluntad se han alineado, de
algún modo, contra los límites del deporte; contra el muro que otros campeones
-en otros tiempos- no pudieron derribar. Quizás, todo responda a un enunciado
muy simple: han llegado a la cima. Es decir, que aquí se acaba la presente
historia. Ya no se puede elevar más el nivel, correr más rápido, golpear a la
bola con más clase.
La
confusión, sazonada con las urgencias mediáticas, infecta todos los órdenes de
la vida. Un trabajador no cualificado vive más y mejor que Alejandro Magno y,
sin embargo, la precariedad y la ausencia de causas se combaten con llamadas al
entusiasmo. Resulta impensable extraer de esto una posibilidad para la cohesión
y para que el conocimiento empape las mentes de todo el mundo.
En
este momento, claro, no podemos precisar si las hazañas tenísticas son
insuperables; como tampoco sabemos, por ejemplo, si las críticas al turismo de
masas están justificadas. Parece mentira, dicen, que el viaje haya evolucionado
desde Aníbal y sus elefantes hasta el ‘balconing’; desde Marco Polo hasta su
hoy abarrotada Venecia. Es posible que el progreso no sea más que el
desencantamiento de la actividad humana, con el que se proscribe cualquier
experiencia más allá de la simple acumulación. Como si cima y engaño no pudieran
distinguirse al margen de la maldita actualidad.
* Columna publicada el 24 de Julio de 2019 en El Diario Montañés
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