Tiene
algo de broma pesada, de zarandeo y abuso de confianza. ¿Cómo esperarla y cómo
defenderse de su irrupción oscura? La muerte acecha en cada tramo de la vida,
como un final que se adelanta a veces por una mala pisada propia o de otros.
Mejor dejarlo todo atado, pero no basta con eso.
Como
tampoco basta con hollar la cumbre, el éxito profesional, la supervivencia del
jornal mantenido en el tiempo. Nos hemos acostumbrado, quizás, a que los años
que vivimos se esfumen en un avanzar urgente; en metas volantes que encaramos
dándole mucho más fuerte al pedal. Creemos que el destino nos será propicio
siempre al otro lado.
El
fallecimiento de David Gistau ha provocado el elogio unánime a su figura por
parte de la profesión y de los políticos: “el mejor de su generación”,
“enormemente culto e independiente”. Esto pesa, claro. Pero hay más. Es posible
que su entorno estuviera preparado para el desenlace, que el duelo llevase ya
tiempo instalado. Porque la muerte de Gistau, un poco más al fondo de la
tristeza, encuentra en la voz de sus amigos una respuesta de gratitud en la
amistad pura. Los obituarios se llenan de emoción y recuerdos del calor
perdido; de rabia por el hombre malogrado demasiado joven.
Por el escritor y el
periodista, claro, pero también por el padre que temía faltar pronto en casa,
por el camarada de tantas noches de cenas, películas y combates de boxeo. Lo
que hoy se dice de David Gistau nos convence, a quienes no lo conocimos, de que
era un hombre feliz, satisfecho con su vocación y con su mundo de gustos
compartidos, que son los que realmente importan.
* Columna publicada el 19 de Febrero de 2020 en El Diario Montañés