No recuerdo las palabras exactas del cura, que golpearon como un
mazo de sagrada franqueza. Trataré de reproducirlas de la manera más fiel: “Que
la seguridad de la fe no se vea oscurecida por lo que nos transmiten nuestros
ojos”. Seguramente, el verso les habrá quedado más redondo a los compositores del
dogma. Ignoro si es una frase fija o si se trata de la libre aportación del
sacerdote. Quienes no acostumbramos a asistir a los oficios reaccionamos
habitualmente a la defensiva. No estamos ya acostumbrados a las fórmulas
antiguas, pero algo se despierta siempre en nosotros; una parte de la memoria
donde aguardan, aletargadas, muchas tardes de catequesis.
Ese tipo de sentencias, sin embargo, nos alejan de la apuesta a
todo o nada. La fe, como gracia y bandera recibidas inmerecidamente y trabajadas
a través de toda una vida en permanente contacto con la fragilidad y la muerte;
es decir, con la violencia del mundo natural. ¿Cómo conservar esa fe,
cultivarla, no sólo después de Auschwitz,
sino después de cualquier dolorosa despedida?
La pérdida del peso institucional de la Iglesia parece haber
entristecido a sus ministros, que se conforman hoy con oficiar ceremonias de
aliño. No hay brillo, apenas queda algo de luz en el seguimiento de la
liturgia, tan perfecta siempre. Para colmo, el nuevo misal romano ha modificado
parte de la eucaristía: durante la consagración, por ejemplo, ya no se dice que
la sangre de Cristo ha sido derramada “por todos los hombres”, sino “por
muchos”. La explicación oficial es que se ha buscado adecuar las palabras a su
sentido original en latín (“pro vobis et pro multis”), pero más bien parece una
resignada aceptación de la pérdida del monopolio.
No obstante, pese al tiempo
inmisericorde, los abusos sexuales y la connivencia con regímenes liberticidas,
la Iglesia -y, en general, la religión- conserva aún el tesoro de un mensaje
que no puede ser reproducido por los artesanos del mito contemporáneo. Quizás,
ya sólo en los templos podría uno hallar un espacio de respuestas contra la
soledad; contra la instrumentalización de lo humano. No sabrán, me temo,
aprovecharlo.
* Columna publicada el 22 de Enero de 2020 en El Diario Montañés
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