Como
dicen que libramos una batalla contra el enemigo invisible y que los sanitarios
son nuestra heroica y precaria milicia, resulta perfectamente natural que en este
panorama de constante hipérbole proliferen las citas de Churchill, incluso las apócrifas
y atribuidas, que son las más jugosas.
Hay
una que nos viene especialmente al pelo. Se la escuché hace muchos años al
escritor argentino Marcelo Birmajer y he tratado de confirmar sin éxito su
veracidad, pero poco importa. Cuenta Birmajer que, en plena Segunda Guerra
Mundial, bajo la amenaza de los bombardeos alemanes, los asesores del premier
británico le aconsejaron el cierre de los cines y los teatros de Londres. La
respuesta, mágica (y quizás irresponsable), es Churchill en estado de gran
pureza: “si cerramos los cines y los teatros, ¿para qué estamos peleando?”.
Más
allá de inevitables paralelismos con nuestro confinamiento, queda la pregunta:
¿para qué peleamos? Es decir, ¿para qué sobrevivir? O, en definitiva, ¿qué pretendemos
proteger? ¿Nuestras vidas en su concreción biológica? ¿Acaso la economía,
Netflix y el ‘afterwork’?
Parece poca cosa en
comparación con lo que perdemos. Hay otro territorio bajo el entusiasmo de las
canciones y los vídeos en las redes; más allá de los balcones a las ocho de la
tarde. El 42% de las muertes por coronavirus en España se han producido en
residencias de ancianos. La enfermedad barre la memoria del mundo en la época
menos interesada en defenderla. Tratamientos que se han negado por las edades
avanzadas, soldados que penetran en las residencias como en gigantescas tumbas.
Tantos seres humanos que alcanzaron la edad patriarcal tras haber superado el
monstruoso siglo XX para morir y ser enterrados en soledad. ¿Para qué estamos
peleando?
* Columna publicada el 15 de Abril de 2020 en El Diario Montañés
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