Durante
esta etapa triste de confinamiento y política, he llegado a temer la llegada de
las ocho de la tarde; las ocho “en sombra” de la tarde, que podría haber
escrito Lorca. No pretendo exagerar mi estado de ánimo durante esos minutos
previos de balcones saturados como toriles, pero tiemblo, me alejo de las
ventanas y aguardo la embestida de las masas, hoy integradas por sujetos de
todos los partidos, cada uno a lo suyo, cada cual con su bandera.
Lo
teníamos más claro antes: eran los aplausos en la época temprana del encierro,
cuando todo estaba por hacer y las calles permanecían dóciles. Admirábamos entonces
el trabajo de los sanitarios -en primera línea ante el peligro y sin medios frente
al mal- y la solidaridad de los voluntarios. Pero nada de esto ha sobrevivido a
los dos meses de ruedas de prensa, encanallamiento parlamentario y erosión de
la paciencia del personal por parte de quienes pretenden sembrar conflictos en
el fango de la enfermedad y de la muerte.
Como cabría esperar tratándose
de España, las protestas nunca brotan de la espontaneidad de una sociedad civil
orgullosa de serlo, intelectualmente activa y comprometida con su intervención
en los asuntos públicos. Al contrario, los partidos representan (de nuevo irresponsablemente)
el papel de directores espirituales en retorcidas trifulcas de favela. Son las
ocho y, luego, llegan las nueve con más emoción si cabe. Ya sea Hernán Cortés o
Pamplona, la acción contra el Gobierno o a favor de los presos de ETA, la
militancia entendida como la obediencia del feligrés convierte la política en
un espectáculo penoso al que el resto de la población asiste cada vez con mayor
asco y desesperanza.
* Columna publicada el 27 de Mayo de 2020 en El Diario Montañés
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