Parece
mentira que, a estas alturas del drama, los partidos y los medios se animen a
jugar la imposible carta de la dimisión. No deja de tener su gracia en pleno
proceso de derrumbe de las instituciones; hay cierto encanto en el
contemporáneo retorno a los escrúpulos y a la moral. Desde luego, solicitar la
dimisión del adversario es hoy un ejercicio de arqueología, ajeno a un tiempo
donde el personal malvive sin más ataduras que las de la cotidianidad.
Cuando
escuchamos las palabras del representante público que pide la dimisión de un
alto cargo, nos vuelven de inmediato al paladar los sabores añejos; aquellos relatos
de quien prefirió irse para no comprometer sus principios. La dimisión, en
España, tiene para siempre el sello de Nicolás Salmerón, quien siendo
presidente, se negó en 1873 a firmar sentencias de muerte. Otro tipo humano.
Esta
iniciativa higiénica significa comprender la Administración como instrumento -a
la vez poderoso y vulnerable- de la libertad. Las personas pasan, la moqueta
permanece. Este, y no otro, es el sentido del tinglado. En la actualidad, sin
embargo, se reclama la dimisión como quien coloca trampas en un bosque. Los que
la exigen parten de la idea de que nada va a cambiar. Curiosamente, la
contradicción entre la realidad del partidismo y el ideal participativo embarra
el paisaje con grescas que sitúan la democracia al borde del abismo.
Decididos ya a superar la
etapa de la representación en beneficio de un nuevo sistema de control absoluto
y digital de los contribuyentes, los estados arrastran querencias del pasado y
modales de otros siglos que no tienen nada que ver con este juego en el que los
fanáticos van ganando.
* Columna publicada el 10 de Junio de 2020 en El Diario Montañés
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