jueves, febrero 16, 2006
Caricaturas
- Desde el pragmatismo del que hace gala nuestro sistema ideológico se repite el mantra de que “las leyes no deben ser promulgadas desde la moral, sino por conveniencia realista de simple protección social”. Desde luego esta influencia relativizadora y a la vez positivista del asunto mantiene una lógica palpable. El Estado como garante moral debe ser sustituido por un organismo mínimo de convivencia en el que la aplicación de leyes se produzca desde el simple y frío cálculo material. No es absurda esta idea. Es más, debemos convenir todos en que la actividad legisladora debe huir de la demagogia moralizante y concentrarse en beneficiar la vida en común. Sin embargo, lo que quiero plantear en este asunto es que el deber de conservación de la ley como garantía práctica debe llevarse a cabo desde una postura moral. Es decir, si el Congreso de los diputados conviene en abolir el delito de homicidio por una razón de oportunidad política, o si pretende excarcelar a terroristas por un bien mayor como un hipotético proceso de paz, lo que se ve perjudicada no es la ley como tipificación ética, sino el espíritu de la ley en un amplio aspecto moral, de cohesión social. O sea, que la ley responde a un aspecto moral que en el fondo se hunde en el carácter pragmático de la codificación: la moral de pertenecer a un grupo humano incapaz de negarse, sensible a la posible desaparición de su Ley como estructura colectiva. En este punto, el ejemplo del proceso del fin de ETA o la pretendida promulgación de la Blasfemia como delito (según los deseos del ínclito Solana) poseen un aspecto regulador oportunista pero inmoral. Los estados pueden aguantar cualquier cosa: corrupción, guerra, crisis económicas, hambre… Pero la negación de la moral como paradigma corrector, eso no. Eso no puede resistirlo. Sobre todo cuando los enemigos lo tienen tan claro.
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