- De pronto, sin merecerlo, me aborda la náusea. Me viene silenciosa, en un ataque frontal y súbito y se me sube a la cabeza, acomodándose cerca de las orejas. Es la conciencia, la vergüenza, la rabia y el rencor acumulado. Pienso a menudo que es un mal sueño, algo que no ha pasado, que no está pasando. Nada más que un episodio soñado o pensado en una noche de calma. Un poco de todo: un mal de amores una duda existencial, la cobardía o la mala elección, agrupados en fuerte raíz que se queda sin marchitar ni corromperse.
Sí, en ocasiones. En ocasiones y sin merecerlo (¿sin merecerlo?, ¿de veras?) se me escapa un gruñido de asco; como si el peso del aire se hiciera plomo en los pulmones, como si, al tratar “ser”, simplemente “estuviera” sin más bendición que la de una carne para fecundar, unas manos para el tacto.
¿Voy a tocar?, ¿es eso? ¿Realmente en la callada por respuesta de Dios, del universo, entre su mordaz crueldad, existe un diminuto espacio para nosotros, para nuestro sino? ¿O es más bien un invento casual, una profanación de la Nada, como casual es el amor o estar de acuerdo?
Es el gusto, la especial habilidad para ciertas actividades que a otros les son negadas. O, al contrario, lo que no somos capaces de hacer. Lo que vemos complicado (silbar con los dedos, hacer un globo con el chicle). Quiero decir que estos momentos de perfecta sabiduría (la lógica tranquilidad que sigue a la tormenta), me llevan lejos y cerca a la vez. Me vuelvo más silencioso. Apenas piso y me veo en paz. Pero si alguien respira fuerte o me hace alguna pregunta, salto. Y salto fuerte y protesto. Y se distinguen las dos mitades entre todo lo que va girando y lo que se entierra más duramente adentro.
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