Nunca se siente uno tan solo como cuando la
actividad se suspende y cae la noche del último día libre. La víspera del
retorno al cuartel, sin más horizonte que la tediosa rutina laboral que emerge
con la semana. Cualquiera podría mostrar entonces cierta inquietud ante la
promesa incumplida y el desconocimiento de los años y su manera de sucederse,
con algo de sentimiento, pero apagado, a la espera de tiempos mejores.
Que nosotros sepamos o no el desenlace, que seamos
capaces de construirlo, obviando los ingredientes que sostienen el plato y lo
hacen comestible pese a la fortaleza cotidiana. Esa cama que permanece en su
sitio, esa nevera repleta de posibilidades. La vejez, lenta y cautelosa, pero
inmisericorde.
En algún lugar han quedado la ilusión y la esperanza
individual. La biblioteca de suculentos volúmenes, toda la vida por delante.
Ese rigor medieval que prueba la eternidad con horario recio. Hoy, a las siete
en punto de la tarde, ya oscuro el cielo del norte, apenas violado por luces
huérfanas y algún ladrido, la habitación vuelve a tejer un espejismo de vida
perfectamente inútil, centrada en construirse a pasos lentos.
Hemos superado la treintena. Pero está fresco el
recuerdo juvenil de intensa creación y fantasías estadounidenses. El
apartamento en Manhattan. Sus grandes ventanales desde los que admirar un
soleado Central Park, contenedor del éxito en pantalón corto. Las paredes
decoradas con cuadros de amigos artistas. Un vaso de vino tinto y el ordenador
a un lado, con la última novela lista para el repaso final.
Otros instintos, quizás el mismo, nos convencen de
la beatitud de una casa llena de niños, un amplio jardín donde corretea un
pastor alemán. Un buen trabajo lejos de la España decadente.
Lou Reed también ha muerto y, con él, parte de ese
imaginario que moldeó nuestros sueños con siluetas de mujeres bonitas, coches
rápidos y libertad para no dar explicaciones. Cuando lo real no había irrumpido
aún con su rostro de muerte y, lo que es peor, con su carácter de fría insustancialidad.
Cuando todavía no nos habían convencido de que éramos un número que trabaja o
no trabaja, que goza o no del derecho a la sanidad pública o al transporte. Que
respira al ritmo de la mediocridad.
Hoy vemos morir a los que conocimos con 20 años.
Jóvenes y dispuestos a dar la batalla al padre, constructores de todas las
modas, probadores de todas las delicias. ¿Para qué? Para no volver a la
fábrica, ésa que creímos apartada definitivamente de nuestro camino, cuando
hilamos, más o menos ingeniosamente, un par de versos tontos.
Pero esa realidad no es únicamente decepción. Existe
la fortuna de probar el amor de verdad, de sentirse a gusto en cualquier parte
si la compañía merece la pena. De integrarse en la realidad diaria, forzándose
a dejar la celda y a escudriñar el teletipo como una nueva sagrada literatura.
Ese pacto que hacemos con la vida y que nos vuelve sabios.
Y hablamos de caminar por las calles húmedas de
principios de otoño en una ciudad burguesa. Ese equilibrio apenas mancillado
por alguna decisión municipal que decide levantar andamios y decorar fachadas.
¿Y cómo pudimos desear el estallido de una revolución que destrozase la
serenidad de la presentación de un libro a las ocho de la tarde, o la cita
alrededor de un par de cañas?
Que la droga no signifique nada, pero que las
fronteras lo sean todo en tu vocación de permanencia. Que sostengas un clavo
ardiendo y no pienses nunca en la muerte. Tú, precisamente tú, que ya lo has
visto muchas veces, sabes que el fracaso es una posibilidad real. Más grave,
incluso: la indiferencia de la tierra que no espera a nadie.
Tus problemas sentimentales, tu ambición, ya no importan.
No va a existir un público hambriento de tus obras. La actualidad es material,
rocosa y aburrida. La protagonizan muchos hombres a golpe de minutos en el
telediario, de tuits reivindicativos, de artículos de opinión o fotos progresistas
en Facebook.
¿Y dónde quedas tú entre tanto líder? Vacío y solo,
con algún poema en tu cuaderno, mientras vuelves de comprar el pan, sorteando
viejas en la acera.
Vas para mayor. Cualquier éxito que alcances no será
recibido como fruto de un niño prodigio. Las cosas van muy en serio ahora. Ha
pasado ya tiempo y debería dolerte el día de hoy como le duele a todo el mundo.
Tú, que desprecias tanto la comunicación que la profanas una y otra vez. Mañana
mismo volverás a hacerlo. Y llenarás páginas con oficio, sin perplejidad.
Todo se reduce a un juego que no existe y del que
salimos derrotados. Hemos caído a tiempo en la cuenta. Mejor no tentar al
Eterno con un deseo inútil. Entre párrafo y párrafo, has ido comprendiendo que
las voces que se marchan no vuelven. Ya estás más viejo y más solo y estas
noticias que te hablan de huelgas, de mareas de colores, de funcionarios, no te
sirven. Tú, que únicamente confías en la plegaria de una niña que abraza a su
tío loco en Ordet, y le pide que salve a su madre. “Pequeña, tú no sabes lo que
es tener a una madre en el cielo”, le responde. Ella la prefiere respirando. Y
tú lo comprendes. Y te alegras de comprenderlo de ese modo, aunque no tenga la
menor importancia, porque todo el mundo lo sabe.
Pero aquí nadie te habla de eso, ¿verdad? Prefieren
esa incesante preocupación por la ley y el alquiler. Y el poder sin atributos.
Sospechas que el exilio interior guarda un extraño parecido con el
colaboracionismo más servil. Eso lo sueltas de vez en cuando en alguna reunión
familiar o al salir del cine. Ahora que no esperamos gran cosa del tiempo que
nos queda, pensamos que la vida pudo ser de otro modo. Acaso Nueva York, hoy ya
sólo en la cabeza, como Ítaca de todas tus guerras. En este mes de la segunda
década del siglo XXI, dirección a Bangladesh.
* Artículo publicado en el tercer número de la revista D' Artes.
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