Cumplirá 83 años el próximo mes de marzo. Y aún se
mueve con agilidad por la casa. Prepara una sopa de crema, albóndigas con
patatas fritas y flan casero, que os están esperando cuando tocáis el timbre
a las dos en punto. Su sabor te devuelve al lugar de tu infancia. La textura de
la sopa y el suave sabor a perejil de las albóndigas activan tu memoria. Y te
ves muy pequeño, rodeado de tus abuelos, de mamá y papá y de tu tía, en tu
primer hogar, donde pudiste aprender la calma y el abrigo.
Visitar su casa es huir de la edad propia, de la
testadura tendencia a confiar en el mundo y sus progresos. Las horas junto a
ella son tiempo de buena comida y café alrededor de una mesa humilde y cercana.
Te sientas a su lado, y sus relatos le dan sentido a las cosas. Ella habla de
esa parte de tu familia que te queda ya demasiado lejos. Hombres y mujeres de
ojos claros, cuyas existencias, ahora conocidas para ti, desvelan, por fin, el
secreto de tu aspecto.
El reloj hace una pausa. No sabes si han pasado dos
o tres horas. Sus gestos, la forma de mover sus manos trabajadoras -han sido
muchos, demasiados, los años de actividad-, su memoria extraordinaria que le
permite viajar al pasado y recordar nombres y fechas con prodigiosa exactitud...
No importa nada más que su palabra, siempre bondadosa, mientras se disfruta de la
sobremesa. Te habla de mamá y de sus visitas a los jardines de Pereda siendo niña,
de las travesuras de tus tíos y del fusil y el tambor que llevaba tu tío mayor
para jugar con sus amigos en un Santander que ya no existe.
Con ella viven no sólo recuerdos, sino una forma
diferente de ver el mundo. Ese relato que no exige, que no demanda, pero que en
su realidad desnuda se hace irrebatible. Con el mismo tono te ofrece pinceladas
de su infancia, durante los años 30 y 40 del siglo pasado, en el seno de una
familia de vencidos de la Guerra Civil. Y te habla de su tía, una mujer fuerte
que ha enterrado a su hija y cuyo marido ha huido a Francia tras la derrota. Te
habla de cómo esta mujer se niega en prisión a que los carceleros le rapen la
cabeza y la unten con aceite de ricino para hacer perdurable el castigo, la
venganza. Llena de furia se sube a una tapia y exclama: “A ver quién tiene huevos
de cortarme el pelo”. Nadie se atrevió.
Escuchándola se descubre el significado de palabras
que hoy parecen huecas, como ‘hambre’ o ‘necesidad’. Se recuerda acostándose
cada noche con un vacío grave y doloroso en el estómago porque no había comida
en casa. Evoca los tiempos en que ella sólo tenía un par de alpargatas -“había
que tener cuidado para que no se rompieran y asomaran los dedos”- y unas
albarcas y su padre un par de calzoncillos. Piensa en su hermana que, a falta
de madre, tuvo que ponerse a cocinar con 11 años para toda la familia; en los
días de fortuna en los que había patatas cocidas para mezclar con la leche, o
pan con mantequilla, que hurtaba su vecina de la fábrica donde trabajaba. “Me
parece mentira que hoy pueda calentar las cosas en el microondas, o tener una
cafetera”, dice.
No ha parado de trabajar ni un solo día desde los 15
años, que marchó a Barcelona para servir en una casa. Muchos lugares y
experiencias, pobreza y amistad. Una vida descrita con rigor y cariño por las
cosas. Con gratitud por ellas. No llevamos la misma sangre, pero Pilar, Pili,
es quien conserva los años perdidos de mi familia, de la nuestra, que es
también la suya.
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