Mucho se ha escrito y pontificado estos días sobre
la ‘Operación Palace’ que urdieron el pasado domingo en la Sexta el equipo de
Salvados, con Jordi Évole al mando, y un grupo de políticos y periodistas
españoles de diferentes lealtades ideológicas. El programa, que expuso en forma
de falso documental los sucesos del 23 de febrero de 1981 -presentándolos como
un montaje en el que los partidos, los servicios secretos y la Corona estaban
implicados- cayó como una bomba sobre los espectadores, que se debatían entre
el “ya lo decía yo” y el “no puede ser”, mientras la farsa se desplegaba ante
sus ojos con precisión y gusto por el detalle.
Más allá de consideraciones formales, el programa
exige una reflexión moral y no meramente técnica. Si se analiza la calidad del
producto en su epidermis, puede hablarse de un correcto montaje, un más que
aceptable guión y, ciertamente, una interpretación brillante de los ‘actores’.
En este sentido, nada que objetar. Pero no se trata de esto.
Como les sucede a los toreros con el valor, la habilidad
audiovisual se les supone a los trabajadores de un canal televisivo. La duda,
acaso el reparo, se proyecta hacia otro lado: el fondo del asunto, su
finalidad, si la tiene. Para justificar el engaño, se ha echado mano de
ejemplos clásicos, como la versión radiofónica que Orson Welles preparó en 1938
de ‘La guerra de los mundos’ y que tanto revuelo causó entre la audiencia,
hasta el punto de que muchos estadounidenses creyeron ser víctimas de una
invasión extraterrestre. Otros apuntan a otro caso más cercano: la Operación
Luna, programa emitido en 2002 por el canal Arte, en el que se afirmaba que el
hombre no llegó a la luna en 1969, contando con los testimonios de importantes
figuras de la época como Henry Kissinger. De esta forma, se vincula el programa
de Évole con la pura creatividad. No habría, por lo tanto, que darle mayor
importancia.
Sin embargo, hay razones para ser un poco más
exigentes en la reflexión. Para empezar, cabe referirse al continente: Salvados,
en principio, no emite películas de ficción. Al contrario, su fama se la ha
ganado a golpe de realidad, con documentales centrados en esclarecer casos de
corrupción, en profundizar sobre la privatización de los servicios públicos y
en la exigencia de más transparencia a nuestros representantes. Su acción
militante trasciende el puro entretenimiento con una labor de clara vocación
ciudadana.
De ahí la decepción. Évole y su equipo no solamente
se han permitido una elaborada frivolidad, sino que lo han hecho aprovechándose
de la confianza que cada semana le presta su público. Sin aviso de por medio,
Salvados ha actuado como cualquier otro domingo, pero mintiendo. A sabiendas,
ha retorcido su prestigio informativo -ganado justamente- para convertirlo en
una broma, un chascarrillo. Y lo que es peor, con moraleja final. Ese mensaje
último, que se escuda en la imposibilidad de acceder a la documentación pública
que recoge el golpe de estado, encierra toda una visión del oficio desde las
élites. Los participantes, políticos y periodistas, vienen a decir: “¿Veis qué fácilmente
se os engaña?”, desde el tan habitual tono de superioridad con el que enfrentan
diariamente su relación con los ciudadanos.
Esto es lo más grave: la distancia que separa al
discurso falsamente ideológico del sistema (todos los ‘actores’ forman o han
formado parte de la organización institucional española, al menos, desde la
muerte de Franco) con el resto de la población. Se esfuerzan en demostrar, como
antes lo hacían exclusivamente los curas, lo equivocados que estamos, lo
ignorantes que somos, lo pecaminoso de nuestra indiferente actitud. Para ello,
utilizan un castigo: el engaño. Porque todo el programa del 23F se proyecta en
ese instante final en el que se desvela la mentira. Sólo importa esa dura
colleja mediática.
Otras críticas que puedan dirigirse al programa no
tienen, en mi opinión, tanto empaque. Hay quien ha visto en ‘Operación Palace’
una falta de respeto al pueblo español, que sufrió tanto aquella larga noche. Eso
es más dudoso. Al fin y al cabo, el humor se hace siempre sobre lo que importa.
Lo peor es la confianza entre espectador y emisor, que da sentido al
periodismo, y que quedó erosionada tras el programa. Uno sabe que Venezuela y
Ucrania existen porque hay profesionales que transmiten la información y tienen
credibilidad para dar sentido a los acontecimientos. La ruptura de este vínculo
marca el tiempo que nos ha tocado vivir. En esta segunda década del siglo XXI,
cuando la verdad está más en entredicho que nunca, la confianza, que es, sobre
todo, respeto, no puede devaluarse de este modo.
Eso sí, se supone que el alto índice de audiencia
del que gozó la cadena durante la emisión del falso documental le
proporcionaría pingües beneficios. No entremos en ello.
Como último apunte, señalar el oportunismo de coger
el tren de la conspiración (aunque sea en forma de farsa) en un momento de
grave crisis del sistema, en el que tanto la monarquía como los principales
partidos del país, así como los medios de comunicación, se reparten el
desprecio general de los opinadores mediáticos. En este sentido, entristece ver
cómo algunos periodistas se sumaban a los elogios a Évole, tras la coz
propinada por éste a la materia prima de su oficio: la verdad. “¡Cuántas veces
nos habrán contado algo sin avisar al final de que todo era mentira!”, se decía
en Twitter.
Para tranquilidad de España, cabe poner el acento en
el hecho de que los usuarios de las redes sociales, en plena efervescencia
del terremoto Palace, en ningún momento cayeron en la desesperación. El tono vanidoso-cínico permaneció intacto. Nunca hay peligro de revolución si queda espacio
para una frase perfecta.
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