jueves, febrero 27, 2014

La confianza



Mucho se ha escrito y pontificado estos días sobre la ‘Operación Palace’ que urdieron el pasado domingo en la Sexta el equipo de Salvados, con Jordi Évole al mando, y un grupo de políticos y periodistas españoles de diferentes lealtades ideológicas. El programa, que expuso en forma de falso documental los sucesos del 23 de febrero de 1981 -presentándolos como un montaje en el que los partidos, los servicios secretos y la Corona estaban implicados- cayó como una bomba sobre los espectadores, que se debatían entre el “ya lo decía yo” y el “no puede ser”, mientras la farsa se desplegaba ante sus ojos con precisión y gusto por el detalle.

Más allá de consideraciones formales, el programa exige una reflexión moral y no meramente técnica. Si se analiza la calidad del producto en su epidermis, puede hablarse de un correcto montaje, un más que aceptable guión y, ciertamente, una interpretación brillante de los ‘actores’. En este sentido, nada que objetar. Pero no se trata de esto.

Como les sucede a los toreros con el valor, la habilidad audiovisual se les supone a los trabajadores de un canal televisivo. La duda, acaso el reparo, se proyecta hacia otro lado: el fondo del asunto, su finalidad, si la tiene. Para justificar el engaño, se ha echado mano de ejemplos clásicos, como la versión radiofónica que Orson Welles preparó en 1938 de ‘La guerra de los mundos’ y que tanto revuelo causó entre la audiencia, hasta el punto de que muchos estadounidenses creyeron ser víctimas de una invasión extraterrestre. Otros apuntan a otro caso más cercano: la Operación Luna, programa emitido en 2002 por el canal Arte, en el que se afirmaba que el hombre no llegó a la luna en 1969, contando con los testimonios de importantes figuras de la época como Henry Kissinger. De esta forma, se vincula el programa de Évole con la pura creatividad. No habría, por lo tanto, que darle mayor importancia.

Sin embargo, hay razones para ser un poco más exigentes en la reflexión. Para empezar, cabe referirse al continente: Salvados, en principio, no emite películas de ficción. Al contrario, su fama se la ha ganado a golpe de realidad, con documentales centrados en esclarecer casos de corrupción, en profundizar sobre la privatización de los servicios públicos y en la exigencia de más transparencia a nuestros representantes. Su acción militante trasciende el puro entretenimiento con una labor de clara vocación ciudadana.

De ahí la decepción. Évole y su equipo no solamente se han permitido una elaborada frivolidad, sino que lo han hecho aprovechándose de la confianza que cada semana le presta su público. Sin aviso de por medio, Salvados ha actuado como cualquier otro domingo, pero mintiendo. A sabiendas, ha retorcido su prestigio informativo -ganado justamente- para convertirlo en una broma, un chascarrillo. Y lo que es peor, con moraleja final. Ese mensaje último, que se escuda en la imposibilidad de acceder a la documentación pública que recoge el golpe de estado, encierra toda una visión del oficio desde las élites. Los participantes, políticos y periodistas, vienen a decir: “¿Veis qué fácilmente se os engaña?”, desde el tan habitual tono de superioridad con el que enfrentan diariamente su relación con los ciudadanos.  

Esto es lo más grave: la distancia que separa al discurso falsamente ideológico del sistema (todos los ‘actores’ forman o han formado parte de la organización institucional española, al menos, desde la muerte de Franco) con el resto de la población. Se esfuerzan en demostrar, como antes lo hacían exclusivamente los curas, lo equivocados que estamos, lo ignorantes que somos, lo pecaminoso de nuestra indiferente actitud. Para ello, utilizan un castigo: el engaño. Porque todo el programa del 23F se proyecta en ese instante final en el que se desvela la mentira. Sólo importa esa dura colleja mediática.

Otras críticas que puedan dirigirse al programa no tienen, en mi opinión, tanto empaque. Hay quien ha visto en ‘Operación Palace’ una falta de respeto al pueblo español, que sufrió tanto aquella larga noche. Eso es más dudoso. Al fin y al cabo, el humor se hace siempre sobre lo que importa. Lo peor es la confianza entre espectador y emisor, que da sentido al periodismo, y que quedó erosionada tras el programa. Uno sabe que Venezuela y Ucrania existen porque hay profesionales que transmiten la información y tienen credibilidad para dar sentido a los acontecimientos. La ruptura de este vínculo marca el tiempo que nos ha tocado vivir. En esta segunda década del siglo XXI, cuando la verdad está más en entredicho que nunca, la confianza, que es, sobre todo, respeto, no puede devaluarse de este modo.  
     
Eso sí, se supone que el alto índice de audiencia del que gozó la cadena durante la emisión del falso documental le proporcionaría pingües beneficios. No entremos en ello.

Como último apunte, señalar el oportunismo de coger el tren de la conspiración (aunque sea en forma de farsa) en un momento de grave crisis del sistema, en el que tanto la monarquía como los principales partidos del país, así como los medios de comunicación, se reparten el desprecio general de los opinadores mediáticos. En este sentido, entristece ver cómo algunos periodistas se sumaban a los elogios a Évole, tras la coz propinada por éste a la materia prima de su oficio: la verdad. “¡Cuántas veces nos habrán contado algo sin avisar al final de que todo era mentira!”, se decía en Twitter.


Para tranquilidad de España, cabe poner el acento en el hecho de que los usuarios de las redes sociales, en plena efervescencia del terremoto Palace, en ningún momento cayeron en la desesperación. El tono vanidoso-cínico permaneció intacto. Nunca hay peligro de revolución si queda espacio para una frase perfecta.   

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