Ahora hay revolucionarios.
De adolescente, los echaba de menos. Leía, desde una plácida y temprana
rebeldía de joven acomodado, el ‘Gran Bazar’, de Cohn Bendit y veía ‘Tierra y
libertad’, de Loach, con admiración y melancolía. No era posible, en plena era
Aznar, reproducir el 68. Mi generación estaba a otras cosas. Éramos jóvenes y
teníamos salud. Y futuro. Hoy, como ya no hay futuro, dicen, ha vuelto la revolución.
Eso sí, su retorno no
se ha producido al estilo ‘Novecento’. Ya no hay pasión. La resurrección del
ideal, que se ha llevado a cabo sin asaltos al Palacio de Invierno, recupera,
increíblemente, términos como “lucha de clases”, “nacionalización” o
“hegemonía”, pero sin limitarse a la propaganda. Eso ya no cuela entre el
cínico auditorio de la Red. Es el tono lo que eleva una propuesta desde la
marginalidad hasta el dominio cultural. Lo saben bien los revolucionarios contemporáneos.
Twitter es una plataforma inmejorable para llevar cualquier alternativa
política a buen puerto. Se trata de difundir un discurso para que se confunda
con la normalidad, con la verdad. Parece fácil y, de hecho, lo es. La excepción
económica y social por la que transita España favorece este tipo de atajos.
Cabe reconocer que este país nunca ha sido vanguardia de libertad, aun cuando
de su tradición surge el término liberal. Su historia es un relato de
ortodoxias que se enfrentan. El cainismo, ya saben, que siempre es propicio
para la ruptura.
La revolución está hoy
en todas partes. Es algo lo suficientemente sutil como para que la gente goce,
aún, del espejismo de la elección. Pero ya ha desactivado muchas cosas. Y en
unos pocos meses. Su primer cometido ha sido deslegitimar al rival ideológico.
Hoy, mientras avanzamos en la segunda década del siglo XXI, la derecha es
Blesa, los curas, los toreros y la Guardia Civil. Como siempre sucede, la
acusación crea identidad. Somos aquello que nos dicen.
Los acontecimientos
revolucionarios no son una guillotina que cae, sino una fina lluvia que empapa
el discurso. Es curioso escuchar hoy en Santander (¡en Santander!) a personas
tradicionalmente alineadas con las corrientes más conservadoras despotricar de
Rajoy y el capitalismo. Llaman la atención sus paredes empapeladas con carteles
libertarios, comunistas o nazis (un grupo ha convocado últimamente varios actos
en la capital cántabra). Las ideas liberales, democráticas y hasta
socialdemócratas se han devaluado y cualquier referencia al estado de derecho
se relaciona con oscuros intereses de los “mercados”.
Toda lucha se inscribe
en un fenómeno más amplio de cuestionamiento del sistema, desde un mismo tipo
de lenguaje público. Los militantes de los partidos de izquierda; las
feministas, los altermundistas, como Esther Vivas; los miembros de la PAH
(Colau y Mayoral), y los profesores de universidad (Monedero o Pablo Iglesias)
reproducen fórmulas idénticas: “Estado español”, “todos y todas”, “empoderamiento”…
Y, sin embargo, su
victoria, su prestigio discursivo no se refleja en la toma del poder, ni en la
asunción del dogma por la mayor parte de la población. Lo que no comprenden es
que su influencia es mediática y moral. No sustituyen a Rajoy, sino a Rouco. Es
la nueva Iglesia, con un mensaje renovado de orden. Pero el español asume siempre
mejor al gobernante que al profeta, y el catecismo (el de ahora y el de antes)
se observa de aquella manera. Como buenos católicos, se espera que la
ciudadanía trague con el paquete entero. Nada de discusión caso por caso, ni “interpretación
personal” de la nueva Buena Nueva. Un maniqueísmo tan pobre como efectivo. De
eso vive la esperanza revolucionaria.
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