martes, marzo 11, 2014

Horas



Hoy ha llegado a mis manos un pequeño bloc de notas en el que mi madre esbozó la estructura de un cuento. Se trata de una historia familiar, cuyo argumento está lleno de espacios conocidos y de expresiones y temas propios de su forma de entender el mundo. Según mis cálculos, comenzó a redactarlo en 2007, un año antes de enfermar. Apenas son unas pocas páginas, escritas a mano, en las que las escenas cotidianas se entremezclan con la literatura, su gran pasión. Los versos de Antonio Machado -“Españolito que vienes / al mundo te guarde Dios. / Una de las dos Españas / ha de helarte el corazón”- comparten tinta con episodios domésticos y personajes que evocan la presencia amable y cercana de mis abuelos. El relato se interrumpe pronto. Quizás ella no quedó satisfecha. Es posible también que otros asuntos, más graves y urgentes, reclamaran su atención, y que, más tarde, la enfermedad acelerara su abandono. Yo no he sabido de su existencia hasta hoy.

Hay fechas que encierran una inquietante simbología. El destino, ¿quién sabe?, ha querido que hoy, precisamente hoy, encontrarse ese relato inconcluso, escrito por mi madre en un pequeño bloc de notas de color negro. Este 11 de marzo, ella habría cumplido 63 años. Cuando cumplió los 53, un grupo terrorista hizo estallar diez bombas en cuatro trenes de la red de Cercanías de Madrid. Hubo 191 muertos y más de 1.800 heridos.

En aquel tiempo, yo estudiaba en la capital de España. No atravesaba la mejor época de mi vida, estaba medio peleado con mis padres y un día antes del atentado me había pasado por la agencia de Renfe en la calle Reina Victoria para cancelar mi billete de tren a Santander (que salía desde Chamartín). No quería ir a casa y había renunciado a votar en las elecciones del día 14. Iba a quedarme en Madrid y no había nada más que hablar. Tenía 21 años.

Al día siguiente, 11 de marzo de 2004, sonó el teléfono en el piso que compartía con tres amigos. Era temprano y el sonido del timbre me despertó. Una voz femenina preguntó inmediatamente por uno de mis compañeros. Era su madre. La mujer había escuchado algo de una explosión en la estación de Atocha y estaba preocupada. Mi compañero había dormido, creo, en el piso de su novia. Le dije que no estaba, que seguramente había salido ya para la facultad. Tras colgar, me dirigí al salón y encendí la TV. Hablaban de una bomba y de un indeterminado número de muertos. “Qué hijos de puta los de ETA”, pensé. Y me acosté de nuevo. Al despertar, unas cuantas horas después, aquello era ya el Apocalipsis.   

Merece la pena hablar de esas pocas horas de duelo que siguieron al ataque terrorista, un paréntesis de tiempo, en el que el dolor era nuestro y se demostraba en nuestras calles, en nuestras casas. En el piso comenzó poco a poco un desfile de amigos que no daban crédito a lo que había pasado. Recuerdo que no me quité el pijama hasta bien entrada la jornada, sin poder despegar los ojos de la pantalla, que proyectaba sin cesar las imágenes de los vagones destrozados y las víctimas ensangrentadas sobre las vías.

Por la tarde se convocó una concentración de repulsa en la Puerta del Sol. Mis amigos y yo salimos de casa y cogimos el autobús. El trayecto fue un cortejo fúnebre. Nunca, hasta ese momento, había experimentado el silencio en su profunda dimensión de respeto y tristeza. Nadie abrió la boca. La gente vivió ese momento con serena indignación, con la certeza de estar compartiendo algo más que un acontecimiento que sólo les sucede a los otros.

El discurso no se había posado aún sobre España. El Gobierno no había comenzado a envolverse en la apresurada tesis etarra (que yo creí en un principio. No era extraño: prácticamente era la única que mataba en los últimos 30 años y apenas unas semanas antes se había interceptado un cargamento de explosivos con los que la banda terrorista planeaba llevar a cabo un gran atentado con motivo de las elecciones generales). Tampoco la izquierda había descubierto que la autoría islamista podría minar la credibilidad del candidato Rajoy. O quizás es que no estábamos para escuchar nada. No había Twitter entonces. Se podía vivir sin noticias de última hora. Bastaban los casi 200 muertos. Era más que suficiente en aquellos momentos.

Pienso a menudo en esas horas en las que el cálculo político no existía. Pienso en la gente de Madrid en silencio, en el equipo de bomberos, médicos y sanitarios, en los psicólogos, en los policías y en la gente de Barcelona (esa ciudad a la que hoy han convencido de que es extranjera), que donaba sangre para los heridos en Atocha. Pero España es un país, y como país, necesitaba, al parecer, de un discurso público, una interpretación elaborada por las élites políticas y sus plataformas mediáticas. El testigo lo recogió pronto el Estado. Y la calle perdió toda su fuerza, toda su importancia.

No es el fuerte de esta nación su política. Como bien se ha encargado de recordar hoy Arcadi Espada, diez años después son pocos los españoles capaces de nombrar a uno solo de los autores del atentado más terrible de la historia de su país. En la conciencia de los ciudadanos, ya politizada por los días posteriores a la masacre, el asesino es Aznar o Rubalcaba. Esto es lo que digerimos del 11 de marzo.

No quiero entrar en este tema, ni exculpar a los españoles de su responsabilidad en la desunión partidista. Los juegos de seducción sólo alcanzan el éxito cuando encuentran un receptor dispuesto al romance. Y en España siempre estamos preparados para batirnos en la guerra civil que nos proponen cada día. Pero quiero recordar aquí esos breves momentos madrileños, españoles, en los que los vivos honraron la memoria de los muertos y lloraron por su futuro arrebatado de golpe.

Las 191 víctimas no sólo perdieron la vida aquella mañana de marzo, sino que, al morir, introdujeron su nombre en la maquinaria del discurso público. Ese espacio sin intimidad ni experiencia, donde todo suena a hueco, a impostura. A manipulación. Sus apellidos son hoy pronunciados sin un sentido veraz de cercanía por políticos y opinadores que nunca los trataron, ni supieron jamás de su existencia. Una tragedia añadida: una memoria maquillada.

Diez años después, voy a cumplir 32 años. Mi madre falleció en 2010 y también ella es ahora un nombre del pasado, que permanece en la quietud de la memoria de quienes la quisimos. En su caso, no fue una bomba, sino el cáncer. Al parecer, ya soy un hombre y acabo de encontrar un bloc de notas con un cuento escrito por ella. Ahora quiero terminarlo.

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