El verbo primitivo:
gobernar. La voluntad de mando sobre otros. Para tener éxito, el desprecio es
irrenunciable. El ‘interés general’ no cabe entre iguales, entre amados. La
distancia condiciona el poder, lo llena de Espíritu Santo. “Que coman pasteles”,
dicen que dijo María Antonieta. No hace falta recurrir a tal exceso. Basta
pensar en el latín de la corte política y religiosa. O en la realeza europea, que
habla en francés, obviando la lengua de las masas, mientras sus príncipes
conspiran y se enamoran. En definitiva, ¿por qué gobernar?
La secta, ésa es la
cuestión. El clan que compone himnos, elabora acciones y discursos. Siempre
mandan algunos. O lo pretenden. Su teología fecunda las décadas. En
consecuencia, se trata de un fenómeno de sustitución. Aquí, nadie va a ir al
fondo del problema. Eso hay que tenerlo claro. La política de partido no se
sostiene sobre el análisis, eso sería perder el tiempo. Lo gordo es la emoción,
el eslogan. Primero, la frase. El sentido ya vendrá después. La democracia que
ustedes se imaginan, así, fetén, es un asunto demasiado precioso para que
abunde. Si no quiere reducirse a un simulacro, necesita apoyarse en sociedades
libres, adultas y maduras, con una base civil poderosa e independiente, que
realmente tome las riendas del poder. En España, sin embargo, insistimos en
cambiar un dogma por otro. Ahora, quieren una iglesia nueva, que controle los
medios de comunicación, la justicia y el dinero. Lo novedoso y revolucionario -apartar
a la política de los medios, la justicia y el dinero, repartir las posibilidades
de decisión- no puede presentarse a las elecciones. Mejor dicho, no puede
aspirar a ganarlas. La prensa, que tanto debe y a quien tanto deben, se
encargará de dirigir los cambios de fe. Pero la fe, propiamente, sobrevivirá
siempre a cualquier crisis.
Piensen en todas esas mareas
de indignación ciudadana, acampadas y escraches, y en cómo han cristalizado,
grismente, en un claustro. Así mueren y resucitan las democracias. Cuando la
asamblea cabe en una habitación.
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