La actualidad política
española desmiente, día tras día, a quienes aún esperan una solución razonable
a la crisis del país. Los últimos años han resultado nocivos para las
instituciones, pero extraordinariamente fértiles en la acumulación de
propuestas y movimientos donde reina la masa frente al tedio individual. En
Cataluña, por ejemplo, la réplica independentista ha sido impactante. Un gran
número de catalanes (¿miles?, ¿millones?, ¿la mayoría?) se envuelve en su
bandera y desfila en perfecta formación, jaleado por su presidente autonómico. De
esta forma, Artur Mas ha pasado de liderar un partido desprestigiado por los
recortes y hundido en la corrupción a convertirse en un héroe del pueblo.
La política como actividad vehemente,
como acción contra el enemigo; contra España. Esos catalanes -muchos, en
resumen- obvian los peligros del aislamiento económico, la pérdida de
representación en los organismos internacionales y la fractura interna de su
población. Se trata de un grupo de personas convencidas de un sí que paraliza
la mera gestión, que la arriesga. Lo primitivo funciona; así se interpreta el
fenómeno.
Ante el desafío, Madrid, ese
monstruo, vacila a la hora de oponer resistencia. Acomplejado por decenios de
desactivación de la idea de España, se enfrasca en un impersonal juego de
cifras que pretenden ser amenazantes: llega el temido corralito, la Unión
Europea y Obama no reconocen, la incompetencia se camufla bajo la ‘estelada’…
Resulta curioso
comprobar cómo lo más importante queda apartado del debate público; a saber, la
ilegalidad que, más allá de consecuencias económicas coyunturales, supone el
desprecio a la soberanía nacional y, por supuesto, la quiebra inmediata en la
convivencia entre españoles. Los movimientos nacionalistas (hoy independentistas
y, como aseguran, “transversales”) enarbolan, por encima de todo, una negación:
“nosotros no somos ellos”. Sus anhelos se sostienen sobre la apología de la
desigualdad. Es precisamente ahí donde encaja la protesta, y donde la izquierda
debería ser, ay, insobornable. Frente al pueblo unánime al que se aspira, cabe
oponer la sociedad de todos; la ciudadanía en lugar de la identidad monocolor. Lo
afirmó Emil Cioran: “quien dice ‘nosotros’ miente”. No es posible componer un
eslogan más justo.
*Columna publicada el 24 de septiembre de 2015 en El Diario Montañés.
Foto: AFP.