A Oliver Sacks le dijeron que su cáncer no tenía
remedio y el neurólogo y escritor británico se despidió del personal con una
emotiva carta en The New York Times. Sacks esperaba la muerte como quien espera
el crepúsculo o la cuenta en una terraza a punto de echar el cierre. Esa
entereza sin filigranas debe de ser exclusiva de personalidades brillantes, que
confían en su éxito y en su capacidad de comprensión. No había en la carta ni
un ápice de súplica o rebeldía, tampoco de esperanza en algún Dios benefactor; de
su escritura brotó, únicamente, el agradecimiento por haber tenido la
oportunidad de existir útil y conscientemente sobre este planeta.
Hablamos, quizás, de la manera más digna en la que el
ser humano occidental del siglo XXI puede enfrentarse a su desaparición. Así
morirán, con suerte, nuestros hijos, “ya sin fe y sin nadie”, como sostiene el
verso de Claudio Rodríguez. Eso querrá decir que sus necesidades habrán sido
cubiertas, y que la vida para ellos se parecerá a una travesía plácida y sin
marejadas.
La ciudad de Santander, sobre todo en los primeros
días de septiembre, cuando se vacía de turistas, es un terreno propicio para
que esta perspectiva arraigue. Sus habitantes penetran sin queja en el otoño,
serenos ante la llegada de la lluvia y de los fríos. Algunos se enfundan el
chándal y corren, recuperando con el nuevo curso los propósitos de buena salud.
La capital en temporada baja acoge el esfuerzo de los pasos que no se dan por capricho.
Vuelve el trabajo o su búsqueda sobre el asfalto húmedo del norte.
Que el peligro quede lejos proporciona seguridad al
europeo, también al santanderino. Mientras sucede el cambio de estación, al
este, al sur, miles de seres humanos escapan del Apocalipsis. Se trata de un
movimiento habitual en muchos territorios, pero hoy toca Siria. Los espacios
del dolor y la alegría quedan cada vez más cerca y Occidente calla, encogido en
su debilidad. La gente se deja la vida en las playas. Morir como Oliver Sacks
no está al alcance de todo el mundo.
* Columna publicada el jueves, 10 de septiembre de 2015, en El Diario Montañés.
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