Nadie
siente más que nadie y, sin embargo, cualquier amago de pausa, cualquier
ejercicio de memoria, se interpreta siempre como un exceso. ¡Paremos las
máquinas! ¡Preparemos los fusiles! Todo se reduce a la distancia entre el
sentimiento y lo sentimental. El insulto al progreso, la ruina del país o de la
propia vida dirigida hacia la productividad de la edad adulta. Uno la recuerda
a veces volviendo a casa, introduciendo la llave en la cerradura. Hubo un
tiempo, piensa, en el que estuvieron juntos, como si tal cosa, compartiendo espacios,
angustias y mesa. Se pregunta cómo fue posible pasar por aquellos años sin
celebrar el acontecimiento, sin mostrar gratitud por lo que fue, sin duda, un golpe
de suerte.
Uno
se maldice hoy por no haber demostrado algo más que la existencia sin atributos;
como si existir pudiese tener alguna importancia frente a la gran injusticia.
Aquel ruido de armarios que se abren mientras el niño merienda, la casa en
perfecto estado, su despacho lleno de libros y papeles. La lluvia al otro lado
como esta misma tarde. ¿Por qué no un beso más, otra mirada nueva? Hubo de todo,
no se siente culpable. Y, sin embargo, en el tiempo que pasa, aún cuando ha
podido ser aprovechado, la felicidad se convierte en ruina. Qué nostalgia la de
esta salud saboreada de nuevo muchas décadas -ojalá- más tarde. Compartir es
siempre un milagro.
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