El abogado Atticus Finch,
sentado frente a la puerta del calabozo, hojea un libro, alumbrándose con una
lámpara de pie. Lo veo desde mi butaca, en el salón de actos de la Escuela de
Náutica, sede de la Filmoteca Universitaria. Observo a Atticus (a Gregory Peck)
mantener la calma mientras un grupo de hombres armados -ciudadanos del pueblo
de Maycomb, Alabama- se le acerca con perversas intenciones. La cosa no pinta
nada bien. Finch defiende a un hombre negro, Tom Robinson, acusado de violar a
una mujer blanca. La celebración del juicio es inminente y el resto del vecindario
lo considera un trámite superfluo. Esa gente viene a linchar al prisionero.
Atticus Finch tratará de evitar la injusticia, pero está solo y no lleva
revólver.
Pese a que la historia de
‘Matar a un ruiseñor’ transcurre en Estados Unidos durante la Gran Depresión, la
escena incorpora el ingrediente principal de cualquier relato del Wéstern: el protagonista
está solo frente a la muchedumbre hostil y cobarde. Desde una asunción
equilibrada de los defectos de la sociedad, el héroe acepta su misión,
convencido de sí mismo, a pesar de los prejuicios locales. Hasta hace unos
pocos años, gracias a los libros y a las películas, nos confrontábamos con
figuras modélicas, acaso exageradamente honradas, que, con extraordinario
empaque, ofrecían protección contra el cinismo. Eso ya se terminó.
“No bebas agua muy fría
después de hacer deporte”, me decía mi madre cuando era niño. “Mira lo que le
pasó a Felipe el Hermoso”. Los peligros del contraste. Veo la película de Robert Mulligan, basada en la novela de Harper
Lee, mientras se desarrolla el juicio por el asesinato de la presidenta de la
Diputación de León, Isabel Carrasco. Las acusadas, Montserrat González, su hija
Triana Martínez y Raquel Gago, no se parecen a Tom Robinson. Visto lo visto
ayer, tampoco sus abogados actúan como el ilustre Finch. Es descorazonador
comprender que, a menudo, la realidad tiene poco que ver con la salvación de un
inocente; apenas se trata de explicar, con mayor o menor precisión, un hecho siniestro.
Palpar la verdad bajo el fango. El presente nos invita a creer que no hay
ninguna diferencia entre combatir el mal y obviarlo, que la sociedad es tan
compleja que resulta inútil pedirle escrúpulos. Así, Atticus podría haberse
apartado de la puerta.
También la política hace
su aportación al derrumbe moral de los países. Sobre todo, en esta España
pública donde no abundan los Atticus Finch. “El pueblo, con sus votos, pide
diálogo a los partidos”, dicen. Ojalá. Es, precisamente, lo contrario. Lo que
vemos en el Congreso de los Diputados no es la representación de la sana
pluralidad, sino la batalla entre fuerzas antagónicas que se fundamentan en el
odio al contrincante y en el cálculo más obsceno; la proyección institucional
de un país que no quiere seguir siéndolo. Y sin héroes a la vista.
*Columna publicada el 28 de enero de 2016 en El Diario Montañés.