Para el escritor y sacerdote
católico Pablo d’Ors, el mal constituye el gran desencuentro del ser humano con
la divinidad: mientras los mortales no aceptamos el dolor y la muerte, Dios sí parece
hacerlo. Bajo ese silencio monumental al que los gritos de los hombres dan
sentido -según afirmaba Saramago-, acumulamos los días. Se celebran funerales,
pero las tiendas siguen abiertas. Nada concluye a nuestro paso, todo continúa
sin interrupción o congoja, como en una procesión donde ningún cofrade es
insustituible.
Se ha muerto David Bowie y
podría parecer ridículo lamentar su pérdida en estos tiempos de histeria
generalizada y escarceos prebélicos, en los que el placer que proporciona la
cultura es acusado del peor crimen imaginable: la frivolidad. Es más grave en
España, donde todas las ortodoxias se defienden con una impactante mezcla de
pasión y cinismo. Aquí, todos están de vuelta. “¿Me vas a hablar tú de Bowie?”.
Que ya no nos queda espíritu
nadie puede negarlo. El cantante británico pertenecía a otra época, cuando el
color y el maquillaje, los ritmos nuevos y el escándalo calculado alimentaban
el negocio. ¿Qué podría hacer hoy Ziggy Stardust en plena dictadura del falso
escepticismo? Bowie llevaba casi una década alejado del meollo. Salvo sus dos
últimos discos -‘The Next Day, de 2013, y ‘Blackstar’, publicado el pasado 8 de
enero-, poco más se supo de él. Los años de la exageración habían pasado.
El autor de ‘Absolute Beginners’ guardó silencio un poco antes del fin del
mundo, es decir, del inicio de la gran crisis de las hipotecas ‘subprime’ en
2007. Quizás, haciendo mutis se libró del naufragio posterior. David Bowie ya
no está en este planeta. Aquí nos quedamos los demás, con el ‘Chapo’ Guzmán,
por ejemplo. O con el Estado Islámico. Esto no hay dios que lo entienda.
*Columna publicada el martes, 12 de enero en El Diario Montañés.
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