Uno se pregunta por qué
sucede cada mes de diciembre, cómo es posible que las ausencias en la mesa y
los malos recuerdos asociados a estas fiestas no las pongan en suspenso. Hay,
es indudable, un ingrediente de melancolía, un peso que, año tras año, gana
terreno a la ilusión. No se trata de un estado de ánimo excepcional o minoritario.
Muchos encaran la Navidad como quien soporta un resfriado con paracetamol y
paciencia. Otros se refugian en la responsabilidad de elegir menú.
Durante dos semanas, las
calles dejan de pertenecer al paseante. Las fachadas se iluminan y los
escaparates se engalanan para el celo. Resulta interesante comprobar la distancia
entre la artificial llamada a la alegría y lo que realmente importa. Es una
imposición que permite a las familias acotarse a una coreografía, a un deber.
Pensar recetas, escoger la ropa y los regalos; comunicarse. Quizás, está bien
que así sea, que las relaciones afectivas no dependan exclusivamente de una
elección o de una riña. Sentarse a la mesa y repartirse el turrón como si nunca
nada ocurriese antes y después de esa fecha. El poder del rito cuando ya no
puede representar nada más que el acto preciso de compartir mantel.
Esta ya no es una fiesta cristiana,
pero sigue siendo profundamente religiosa. Al celebrarse, los comensales fingen
que nada ha cambiado. Las aventuras del curso, los planes muy lejos de casa, se
interrumpen durante un tiempo; el suficiente para comprobar que todo sigue en
su sitio, que el naufragio que trae consigo la edad adulta no ha apagado para
siempre el calor del hogar, el amor de los padres o los abuelos. Que, en
definitiva, quedan rescoldos que aprovechar un año más.
Ya no existe el fervor.
Nadie espera que “Jesús nazca en nuestros corazones”. Eso tranquiliza. En el
siglo XXI, gozamos, por fin, de la posibilidad de mostrarnos taciturnos entre
villancicos. Ni siquiera domina el consumismo, como muchos aseguran. No se
trata de eso. Lo que destaca estos días es la quietud. Cada Navidad, celebramos
la posibilidad de otras que han de venir. Celebramos la esperanza.
* Columna publicada el 31 de diciembre de 2015 en El Diario Montañés.
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