domingo, julio 31, 2016

Números*



Un instante, no hace falta nada más, ningún otro adorno. Caer con la primera ráfaga es la bendición. En definitiva, no verlos, inmediatamente después, recargando sus fusiles, apuntando de nuevo, avanzando por la habitación inflamada de pánico. No experimentar el sufrimiento, ni contemplar la sangre propia. Puede ocurrir en cualquier parte; cualquiera puede ser el objetivo. Nada personal, ningún odio extraordinario que no se haya mostrado antes con igual sinrazón y banal sentido del deber. El ser humano, transformado en carne para destruir, en cifras que entregar a la prensa -setenta, suben a ochenta, casi cien…-. Una relación que se impone, el mal que invade los territorios sin cámaras, donde el dogma no penetra. Es un centro comercial, pero también un aeropuerto, una sala de fiestas, un restaurante o el vagón de un tren. Es la vida, nuestra vida.

La muerte es fácil. Bastan el interés y un cuchillo o un camión a velocidad moderada. No es plan, sino acción. Tampoco es un militante instruido, ni una organización estratega. La muerte brota también (y sobre todo) de espíritus trastornados, inadaptados e ignorantes. Hoy, nuestros representantes se tranquilizan al comprobar que la locura del asesino de Múnich no se apellidaba Islam. Tras el atentado de Niza, el ministro del Interior del Gobierno de España, Jorge Fernández Díaz, mantuvo el nivel 4 de alerta antiterrorista en el país. Palabras y números. Dicen que hay técnicos que saben lo que pasa. Pero, ¿cómo prever que una persona alquile un camión y decida, con leves movimientos de pies y manos, convertir el vehículo en un arma? ¿Es posible anticiparse al hecho de que un individuo solitario active su bomba casera al ver próxima la vida de otros?

Los verdugos buscan el número contundente. Su terrorismo es popular. Atacan allí donde vivimos; en esos lugares amables donde nos olvidamos del dolor. Por eso, los políticos y los tertulianos pronuncian discursos de supuesta altura analítica o se aferran a los márgenes del acontecimiento. En las redes sociales, sin ir más lejos, los extremistas echan mano de la ideología del asesino para arrojársela al rival. Otros, más prudentes, advierten contra la ‘islamofobia’ y la extrema derecha que engorda después de cada atentado. Nadie habla de los muertos. Sólo de las cifras para componer los titulares.     

Quizás, valga la pena preguntarse si esta reacción superficial no es, al fin y al cabo, una protesta más contra la muerte; contra nuestra muerte. Que alguien pueda disparar sin conocernos, en un entorno de diversión o de trabajo. ¿Cómo puede suceder? Hablar del crimen es fijarse, primero, en las personas que ya no existen, para, después, comprender la fragilidad de las cosas. El terrorismo desplaza la verdad desde los despachos partidistas y los estudios de televisión a la habitación vacía del joven que no volvió del concierto. Con cada disparo, se desdibuja la institución y crece el monstruo. Habrá muchos más.

* Columna publicada el 28 de julio de 2016 en El Diario Montañés.

viernes, julio 15, 2016

París*



El joven voló a París, que estaba demasiado alto. No era suyo todavía. Como en un preludio de eternidad, París respiraba sin angustia, seguro de disponer aún de otras muchas primaveras. Hace casi veinte años, y hace cincuenta o cien, la ciudad se entregaba al viajero como garantía de buena literatura y excesos políticos; de bohemia también y de mucho amor elegante. Ya estaba todo forjado entonces, el joven no participó en su construcción ni en su defensa. La civilización podría haberse derrumbado sin traumas; París seguiría siendo París. Eso sí, a sus quince años buscaba la tumba de Jim Morrison en el cementerio de Père-Lachaise, se perdía en el Barrio Latino o avanzaba por las Tullerías camino del museo de la Orangerie, atento de no romper nada, de no comprometer, con su torpeza adolescente, la santidad del lugar; la santidad laica, se entiende.

París es el monumento, pero también el secreto. Las grandes avenidas y las plazas revolucionarias cubren la tranquilidad de otros espacios sin multitudes. Pienso ahora en el solitario Cioran, desesperándose en los Jardines de Luxemburgo y también en la preferencia de Vila Matas por la escueta e inquietante plaza de Furstenberg. En plena juventud, el viaje a París es siempre una experiencia que se disfruta en pantalón corto y camisetas de propaganda; con crepes, botellines de agua y mucho tiempo de espera en las colas de los museos. De esta guisa, uno se atreve a imaginar lo que sintieron los artistas o los altos funcionarios y promete volver pronto, no olvidar esa porción de tiempo que ha de inspirar su vida adulta.

Cuando el joven visitó París, Elie Wiesel, Imre Kertész y Jorge Semprún estaban vivos. Era el tiempo de la civilización; al menos, de sus últimos ecos. La pesadilla del siglo XX exigía compromiso, libertad y precauciones. Los testimonios de las víctimas del totalitarismo acompañaban a Occidente en su reconstrucción, recordando que los monstruos nunca mueren, que permanecen agazapados en siniestras madrigueras, esperando un oportuno olvido o una pasión de la que aprovecharse. 



Wiesel ha sido el último en desaparecer. Las voces de los campos de exterminio se apagan discretamente en un tiempo que ya no les pertenece, en una sociedad envuelta de nuevo en la desconfianza y acosada por peligrosas tentaciones. Envejecer, morir, nada tienen de extraordinario; es pura biología, pero ¿qué decir de una memoria transformada en celuloide o apenas recluida en libros de texto y actos de homenaje?

Hace casi veinte años, París representaba la esperanza construida. La ciudad se erigía como el símbolo, perpetuado en piedra, de la parte mejor del mundo; aquella que opone belleza al mal, cultura a la barbarie, enarbolando banderas aceptables. Veinte años después, el viajero -que ya no es ningún joven- ha heredado París. Y deberá defender sus plazas, reivindicar su legado, reproducir algo (aunque sea una mínima parte) del orgullo europeo. Pero no sabe cómo.

*Columna publicada el 14 de julio de 2016 en El Diario Montañés. 

viernes, julio 01, 2016

Inanidad*



Las preguntas que verdaderamente dañan al ser humano son rotundas, pero escasas; tenemos esa suerte. “¿Hay un dios salvador?”, “¿la vida tiene sentido?”, “¿por qué perdemos a tanta gente amada?”. Con estas tres rocas sobre los hombros, aún podemos sobrellevar los días, cumplir con nuestras responsabilidades y aproximarnos sin vacilar al precipicio de la vejez y de la muerte. De algún modo, confiamos en que brote la respuesta de su mera formulación. Algunos maestros espirituales afirman incluso que “si existe la sed, existe el agua”. ¿Quién puede estar seguro?

Sin embargo, cabe la cruel posibilidad de que todo sea humo, ilusión, espejismo. Nuestros amagos de verdad, nuestros balbuceos, son siempre previos a las preguntas. Necesitamos que haya una razón para el sufrimiento, para las derrotas. Es descorazonador, aunque puede resultar fácil de entender porque la carne es débil y el miedo acecha.

El pasado lunes, en plena resaca electoral, las redes sociales rebosaron de preguntas y lamentos. “¿Cómo es posible -escribían los decepcionados- que el pueblo español haya votado a la corrupción?”. También esta vez, la respuesta nació antes y con fuerza. Algunos (los más bravos) se ahorraron los interrogantes y hablaron directamente del carácter “fascista”, “analfabeto” y “casposo” del país. La autocrítica de los vencidos brilló por su ausencia y primó el ya emblemático “España no nos merece”.

Si la sociedad española votó a la corrupción, efectivamente no valdría la pena ni salir del portal. Los criminales y sus cómplices camparían a sus anchas, exigiendo mordidas y derechos de pernada; no habría antídoto eficaz porque el derrumbe ético sería de tal magnitud que sólo una revolución (supuestamente la de los perdedores) asearía las calles y ventilaría las moquetas. Pero, ojo, si, por el contrario, se trata de una elección coyuntural de los votantes, quizás nos estamos equivocando de pregunta.

Propongamos otra: ¿por qué la sociedad española ha decidido votar al PP a pesar de la corrupción? Como verán, es parecida, pero no idéntica a la anterior. Esta nueva pregunta abre perspectivas, crea posibilidades. En definitiva, rescata el asunto de las garras de la estigmatización y de la condena moral. Así, los españoles ya no serían demonios miserables, sino personas que han elegido una opción entre otras.

Una respuesta posible sería la siguiente: el Partido Popular ha logrado conservar su espacio en el centro del tablero; el mismo espacio al que antes aspiraba el PSOE, confundido hoy entre mareas y círculos que le disputan el voto de la izquierda ‘indignada’. Pese a los casos de corrupción, los desahucios, la austeridad y la inexistencia de un contenido ideológico reconocible, el PP está a salvo en ese lugar escueto del “sentido común”. Sin ilusión ni voluntad de grandes victorias, Rajoy y compañía han convencido al personal de que el PP es la última línea de defensa contra la fragmentación del país y la irrupción del populismo. Con esa bendita inanidad les basta.

*Columna publicada el 30 de junio de 2016 en El Diario Montañés.