Un instante, no hace falta
nada más, ningún otro adorno. Caer con la primera ráfaga es la bendición. En
definitiva, no verlos, inmediatamente después, recargando sus fusiles,
apuntando de nuevo, avanzando por la habitación inflamada de pánico. No
experimentar el sufrimiento, ni contemplar la sangre propia. Puede ocurrir en
cualquier parte; cualquiera puede ser el objetivo. Nada personal, ningún odio
extraordinario que no se haya mostrado antes con igual sinrazón y banal sentido
del deber. El ser humano, transformado en carne para destruir, en cifras que
entregar a la prensa -setenta, suben a ochenta, casi cien…-. Una relación que
se impone, el mal que invade los territorios sin cámaras, donde el dogma no
penetra. Es un centro comercial, pero también un aeropuerto, una sala de fiestas,
un restaurante o el vagón de un tren. Es la vida, nuestra vida.
La muerte es fácil. Bastan
el interés y un cuchillo o un camión a velocidad moderada. No es plan, sino
acción. Tampoco es un militante instruido, ni una organización estratega. La
muerte brota también (y sobre todo) de espíritus trastornados, inadaptados e
ignorantes. Hoy, nuestros representantes se tranquilizan al comprobar que la locura
del asesino de Múnich no se apellidaba Islam. Tras el atentado de Niza, el
ministro del Interior del Gobierno de España, Jorge Fernández Díaz, mantuvo el
nivel 4 de alerta antiterrorista en el país. Palabras y números. Dicen que hay
técnicos que saben lo que pasa. Pero, ¿cómo prever que una persona alquile un
camión y decida, con leves movimientos de pies y manos, convertir el vehículo
en un arma? ¿Es posible anticiparse al hecho de que un individuo solitario active
su bomba casera al ver próxima la vida de otros?
Los verdugos buscan el
número contundente. Su terrorismo es popular. Atacan allí donde vivimos; en esos
lugares amables donde nos olvidamos del dolor. Por eso, los políticos y los
tertulianos pronuncian discursos de supuesta altura analítica o se aferran a
los márgenes del acontecimiento. En las redes sociales, sin ir más lejos, los
extremistas echan mano de la ideología del asesino para arrojársela al rival.
Otros, más prudentes, advierten contra la ‘islamofobia’ y la extrema derecha que
engorda después de cada atentado. Nadie habla de los muertos. Sólo de las
cifras para componer los titulares.
Quizás, valga la pena
preguntarse si esta reacción superficial no es, al fin y al cabo, una protesta
más contra la muerte; contra nuestra muerte. Que alguien pueda disparar sin
conocernos, en un entorno de diversión o de trabajo. ¿Cómo puede suceder?
Hablar del crimen es fijarse, primero, en las personas que ya no existen, para,
después, comprender la fragilidad de las cosas. El terrorismo desplaza la
verdad desde los despachos partidistas y los estudios de televisión a la
habitación vacía del joven que no volvió del concierto. Con cada disparo, se
desdibuja la institución y crece el monstruo. Habrá muchos más.
* Columna publicada el 28 de julio de 2016 en El Diario Montañés.
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