El joven voló a París, que
estaba demasiado alto. No era suyo todavía. Como en un preludio de eternidad, París
respiraba sin angustia, seguro de disponer aún de otras muchas primaveras. Hace
casi veinte años, y hace cincuenta o cien, la ciudad se entregaba al viajero
como garantía de buena literatura y excesos políticos; de bohemia también y de
mucho amor elegante. Ya estaba todo forjado entonces, el joven no participó en
su construcción ni en su defensa. La civilización podría haberse derrumbado sin
traumas; París seguiría siendo París. Eso sí, a sus quince años buscaba la
tumba de Jim Morrison en el cementerio de Père-Lachaise, se perdía en el Barrio
Latino o avanzaba por las Tullerías
camino del museo de la Orangerie, atento de no romper nada, de no comprometer,
con su torpeza adolescente, la santidad del lugar; la santidad laica, se
entiende.
París
es el monumento, pero también el secreto. Las grandes avenidas y las plazas
revolucionarias cubren la tranquilidad de otros espacios sin multitudes. Pienso
ahora en el solitario Cioran, desesperándose en los Jardines de Luxemburgo y
también en la preferencia de Vila Matas por la escueta e inquietante plaza de
Furstenberg. En plena juventud, el viaje a París es siempre una experiencia que
se disfruta en pantalón corto y camisetas de propaganda; con crepes, botellines
de agua y mucho tiempo de espera en las colas de los museos. De esta guisa, uno
se atreve a imaginar lo que sintieron los artistas o los altos funcionarios y promete
volver pronto, no olvidar esa porción de tiempo que ha de inspirar su vida
adulta.
Cuando
el joven visitó París, Elie Wiesel, Imre Kertész y Jorge Semprún estaban
vivos. Era el tiempo de la civilización; al menos, de sus últimos ecos. La
pesadilla del siglo XX exigía compromiso, libertad y precauciones. Los
testimonios de las víctimas del totalitarismo acompañaban a Occidente en su reconstrucción,
recordando que los monstruos nunca mueren, que permanecen agazapados en siniestras
madrigueras, esperando un oportuno olvido o una pasión de la que
aprovecharse.
Wiesel ha sido el último en
desaparecer. Las voces de los campos de exterminio se apagan discretamente en
un tiempo que ya no les pertenece, en una sociedad envuelta de nuevo en la
desconfianza y acosada por peligrosas tentaciones. Envejecer, morir, nada tienen
de extraordinario; es pura biología, pero ¿qué decir de una memoria transformada
en celuloide o apenas recluida en libros de texto y actos de homenaje?
Hace casi veinte años, París
representaba la esperanza construida. La ciudad se erigía como el símbolo,
perpetuado en piedra, de la parte mejor del mundo; aquella que opone belleza al
mal, cultura a la barbarie, enarbolando banderas aceptables. Veinte años
después, el viajero -que ya no es ningún joven- ha heredado París. Y deberá defender
sus plazas, reivindicar su legado, reproducir algo (aunque sea una mínima parte)
del orgullo europeo. Pero no sabe cómo.
*Columna publicada el 14 de julio de 2016 en El Diario Montañés.
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