Nos bajamos en Hallesches Tor, buscando el
Museo Judío de Berlín. Su diseño, obra maestra del arquitecto estadounidense
Daniel Libeskind, simboliza, dicen, “una estrella de David rota”, la dolorosa
singladura de los judíos alemanes trágicamente interrumpida en los campos de
exterminio. Atravesamos Mehringplatz y
vemos, de pronto, otro pequeño cartel, apenas un escueto indicador en la
desembocadura de la plaza circular: ‘Willy Brandt Haus’. No conocemos el idioma,
pero la palabra ‘Haus’ se parece mucho a la inglesa ‘House’ y, por lo tanto,
deducimos que la ‘Willy Brandt Haus’ debe de ser algún museo dedicado al
excanciller.
En realidad, se
trata de la sede berlinesa del Partido Socialdemócrata Alemán. Una bandera roja
con sus siglas, SPD, ondea en lo alto del moderno edificio de Helge Bofinger. A
pie de calle, un puñado de fotos de Brandt, sonriente en diferentes épocas,
junto a los ya inútiles carteles de propaganda, aún no retirados tras las últimas
elecciones municipales. Lo observamos desde lejos, rodeándolo para continuar
nuestro camino hacia el Museo Judío. Los candidatos nos sonríen desde sus
retratos; parece gente honrada. “Ojalá aprendieran en casa”, pensamos. Pero en todas
partes cuecen habas.
La historia de la
socialdemocracia refleja su compromiso con la igualdad desde la libertad, también
en territorios inflamados por el espíritu revolucionario y, consecuentemente,
por la tentación totalitaria. Personalidades como Brandt, Schmidt, Palme o
(¿por qué no?) González pertenecen, con todas las contradicciones, a una larga
lista de líderes emblemáticos, convencidos de que sólo la buena administración
del espacio público puede garantizar el bienestar de todos. Ese programa de
precaución frente a los excesos del capitalismo y en defensa de la sociedad
abierta se convirtió en la ideología dominante en Europa desde 1945. La crisis
que padece forma ya parte del paisaje.
La socialdemocracia
ha sido la casa de amplios sectores de la población que se reconocen de
izquierda y centro-izquierda. Desde la retórica obrerista hacia la gestión
moderada -quizás insuficiente para algunos, pero eficaz sobre todo en los
ámbitos educativo y sanitario-, su éxito recae en la magnética permeabilidad de
un mensaje compartido con la sociedad civil. La socialdemocracia no es una doctrina
pura e inamovible, sino un instrumento para el cambio político desde la acción
institucional; el cambio de lo posible, no la utopía permanentemente pospuesta.
Su labor comienza con un triunfo electoral, con el apoyo de la mayoría social.
No es (no debería ser) un coto privado de feligreses.
Esta idea es
discutida hoy en todo el continente. En España, donde los derrumbes políticos
son siempre mucho más escandalosos, la hemorragia electoral del PSOE se produce
ante la quietud programática de sus dirigentes. No se comunican ideas, no se
desarrollan debates de fondo. Su militancia parece satisfecha con una identidad
sostenida en el odio al adversario. Asistimos, eso sí, a grotescas batallas intestinas
donde se obvia lo fundamental: no hay votos suficientes, la casa ya no convence.
* Columna publicada el 6 de octubre de 2016 en El Diario Montañés
No hay comentarios:
Publicar un comentario