Al entrar por primera vez en
una habitación, todo parece tener utilidad. Si hay, por ejemplo, un armario, el
visitante lo creerá siempre lleno de ropa o de herramientas perfectamente
ordenadas; si, además, hay una ventana, estará convencido de poder abrirla y
tratará de asomarse para admirar las vistas que nunca deberían ser las de un triste
patio interior. En principio, nadie teme la avería o el desprecio. La
posibilidad de la gotera -o de la puerta bloqueada- queda fuera de la imaginación.
Si no se vive a conciencia, tampoco el mobiliario sin uso puede explicarse.
Sucede lo mismo en las ciudades
extrañas. El forastero alza la mirada, ralentiza el paso y contempla el dibujo
de las fachadas que proporcionan cobijo a los afortunados, como si eso diese
razón a su visita, como si la existencia del lugar se justificase por las
siluetas que lo conforman y no por las personas que lo habitan. En la ciudad, esperan
siempre sitios nuevos de belleza porque nuestro camino es el de la vida forjada
a golpes de responsabilidad y tedio: el negocio o la reunión a la que llegamos
tarde, el recado improrrogable. No hay amabilidad en un espacio que,
sencillamente, no está hecho para eso.
A veces, sin embargo, nos damos
pausa y la ruta nos lleva de la mano. Se trata, entonces, también en Santander,
de volver a respirar las calles, de reconocerlas una vez más. En un paseo sin urgencias,
intentamos desvelar el significado preciso de las piedras y de los nombres,
ligando nuestro presente a una historia que realmente importa. No cabe imaginar
una empresa más valiente: abandonar la ciudad propia, sustituirla por un
espacio tallado durante siglos por otros hombres que merecieron su oxígeno tanto,
al menos, como lo merecemos nosotros. Admitir, en definitiva, que nada ha
empezado hace veinte o treinta años.
El
convencimiento brota de la mirada lenta y reposada; de la humildad del estudio
sereno de las cosas que no son cosas simplemente nuestras, sino de todos. Que
el roce de los días en la calle pueda allanarse con la verdad que se comparte.
* Columna publicada el 20 de octubre de 2016 en El Diario Montañés.
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