viernes, octubre 28, 2016

Ciudad*



Al entrar por primera vez en una habitación, todo parece tener utilidad. Si hay, por ejemplo, un armario, el visitante lo creerá siempre lleno de ropa o de herramientas perfectamente ordenadas; si, además, hay una ventana, estará convencido de poder abrirla y tratará de asomarse para admirar las vistas que nunca deberían ser las de un triste patio interior. En principio, nadie teme la avería o el desprecio. La posibilidad de la gotera -o de la puerta bloqueada- queda fuera de la imaginación. Si no se vive a conciencia, tampoco el mobiliario sin uso puede explicarse.

Sucede lo mismo en las ciudades extrañas. El forastero alza la mirada, ralentiza el paso y contempla el dibujo de las fachadas que proporcionan cobijo a los afortunados, como si eso diese razón a su visita, como si la existencia del lugar se justificase por las siluetas que lo conforman y no por las personas que lo habitan. En la ciudad, esperan siempre sitios nuevos de belleza porque nuestro camino es el de la vida forjada a golpes de responsabilidad y tedio: el negocio o la reunión a la que llegamos tarde, el recado improrrogable. No hay amabilidad en un espacio que, sencillamente, no está hecho para eso.  

A veces, sin embargo, nos damos pausa y la ruta nos lleva de la mano. Se trata, entonces, también en Santander, de volver a respirar las calles, de reconocerlas una vez más. En un paseo sin urgencias, intentamos desvelar el significado preciso de las piedras y de los nombres, ligando nuestro presente a una historia que realmente importa. No cabe imaginar una empresa más valiente: abandonar la ciudad propia, sustituirla por un espacio tallado durante siglos por otros hombres que merecieron su oxígeno tanto, al menos, como lo merecemos nosotros. Admitir, en definitiva, que nada ha empezado hace veinte o treinta años.   

El convencimiento brota de la mirada lenta y reposada; de la humildad del estudio sereno de las cosas que no son cosas simplemente nuestras, sino de todos. Que el roce de los días en la calle pueda allanarse con la verdad que se comparte.

* Columna publicada el 20 de octubre de 2016 en El Diario Montañés.

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