Lo más interesante de
Mayo del 68 ha sido siempre su resaca; la posibilidad de evocar los años fértiles,
el descaro juvenil envuelto en una derrota conveniente. Y es que nada
decepciona tanto al personal como una revolución lograda, convertida en gestión
miserable o en causa de exilios. La aventura francesa, por el contrario, fue
capaz de deshincharse a tiempo, tras apenas un mes de barricadas adolescentes. La
potencia de su relato, eso sí, convirtió a Charles De Gaulle -héroe de la
Segunda Guerra Mundial- en una reliquia ajena al empuje de la juventud
enfebrecida. En 1968, el general ganó las elecciones, pero perdió la historia.
A partir de entonces,
la memoria se mantuvo en un estado de permanente alerta, como un pozo abierto del que extraer agua y fantasmas según sople
el viento. El propio Daniel Cohn-Bendit, expulsado de Francia por su
participación en la revuelta, asumía alegremente en ‘El gran bazar’ (Dopesa) el papel de “vedete” entusiasta en un mundo
ordenado por los medios de comunicación.
La descripción de los días de fiesta expone para siempre a sus
protagonistas en un escaparate que es, a la vez, celebración y crítica. Las
preguntas se suceden: “¿qué queda del espíritu del 68?” “¿Por qué fracasó?”
“¿Volverán los buenos tiempos?”. Los antiguos líderes se apresuran, hoy, a
colocarse en el lado lúcido del cuento, compartiendo madurez sin renunciar al
vínculo sentimental.
En 1985, Cohn-Bendit -reconvertido en militante de Los Verdes- entrevistó
a los principales artífices del movimiento contestatario. A los cuarenta años,
quería reencontrarse con sus camaradas, saber cómo les había caído encima la
edad y de qué forma se acomodaban a la administración Reagan. El texto final,
publicado en español con el título ‘La
revolución y nosotros, que la quisimos tanto’ (Anagrama), recorre todas
las posibilidades biográficas: desde la utopía recalcitrante de Abbie Hoffman o
Jean-Pierre Duteuil hasta la metamorfosis ‘yuppie’ de Jerry Rubin o Rob Stolk, atravesando
la tragedia personal de aquellos militantes que se hundieron en el abismo
terrorista (estremecedoras la confesiones del arrepentido Hans-Joachim Klein,
aislado en la clandestinidad, y de Valerio Morucci y Adriana Farranda,
encarcelados en Italia por los crímenes de las Brigadas Rojas).
Durante su lectura, da la impresión de que Cohn-Bendit trata de forzar a
sus interlocutores a la asunción de la práctica democrática en contra de sus
fracasadas veleidades radicales. El drama de tantas vidas desperdiciadas por el
ideal obligaba a repensar los fundamentos de la insurrección. Algunos lo
hicieron, otros prefirieron el aislamiento, la insistencia o el suicidio.
‘Dani el Rojo’ revisita el campo de batalla en busca de supervivientes y
herramientas aprovechables, pero su mirada continúa siendo política. Por ese
motivo, quizás, su trayectoria nunca ha dejado de ser vista como una
claudicación ante el avance sostenido del capital.
Muy diferente, sin embargo, es el itinerario de otro de los líderes de la
época: Pierre Victor, ideólogo de ‘La Gauche Prolétarienne’, grupo maoísta que
tuvo su momento de efervescencia en los primeros setenta. Discípulo de Louis
Althusser, tras el fin de su periplo político se convirtió en el secretario
personal de Jean-Paul Sartre, quien había sido un devoto compañero de viaje del
maoísmo francés.
Justicia popular
Resulta interesante medir el cambio producido en la generación del 68 a
través de la publicación de las entrevistas en las que Pierre Victor
intercambia pareceres con relevantes intelectuales de la época. En 1972,
mantiene un debate con Michel Foucault sobre la ‘Justicia Popular’. De la
conversación, publicada en el volumen ‘Un
diálogo sobre el poder y otras conversaciones’ (Alianza Editorial),
pueden extraerse sentencias contundentes y reveladoras. Victor, profesional de
la ruptura, la acepta como fenómeno histórico que justifica periodos de
violencia legítima. Con la Revolución Cultural china como perturbador telón de
fondo, se atreve a afirmar: “las
ejecuciones del enemigo del pueblo se suceden, y estamos de acuerdo en decir
que son actos de justicia popular”. De esa premisa nace toda una reflexión
sobre los límites de la ley y el papel de la vanguardia proletaria que vela por
la correcta aplicación de las venganzas. Se trataría, dice, de evitar que el
supuesto interés socialista oculte motivaciones meramente personales.
El elemento sacrificial se asume de entrada, así como la existencia de un
ámbito moral que no se corresponde con “lo burgués”. La muerte del adversario,
piensa, es perfectamente aceptable en un contexto de gran transformación, pero
Victor apuesta por la racionalización de la violencia, por su dosificación a
través del concurso de los jefes: “en
resumen, estaría contra los tribunales populares si no pensara que, para hacer
la revolución es necesario un partido y, para que la revolución continúe, un
aparato de Estado revolucionario”.
Así, la violencia reactiva contra la ‘dominación capitalista’ deja de ser
espontánea (si es que alguna vez lo fue) para transformarse en estrategia. “Es verosímil pensar que no se liquidará a
todos los empresarios, especialmente en un país como Francia en el que hay
muchas pequeñas y medianas empresas, sería demasiada gente”. El asesinato
político pasa a convertirse en razón de Estado desde el momento en el que el
partido toma el control.
Matar, en fin, como una fórmula adecuada para la toma del poder. Pierre
Victor teme el descontrol, no la injusticia: “Engels decía que la primera forma de revuelta del proletariado contra
la gran industria es la criminalidad, es decir, los obreros que mataban a los
patrones”. Foucault no se deja arrebatar por la intensa proclama de su
interlocutor y pasa al ataque: “Tú dices:
es bajo el control del proletariado cómo la plebe entrará en el combate
revolucionario. Estoy completamente de acuerdo. Pero cuando dices: Es bajo el
control de la ‘ideología del proletariado’, quisiera saber qué es lo que
entiendes por ideología del proletariado”. La respuesta es categórica y desesperante:
“El pensamiento de Mao Tsé-tung”.
De Mao a Moisés
Antes de continuar, conviene detenerse un instante en los orígenes de
Victor, vincularlos a su militancia posterior. Como una primera muestra del trasiego,
cabe señalar que su verdadero nombre era Benny Lévy. Nacido en 1945 en El
Cairo, pertenecía a una familia judía que, como consecuencia de la ola
antisemita tras la crisis del Canal de Suez, tuvo que abandonar Egipto e
instalarse en Francia. Educado en la prestigiosa École Normale Supérieure de
París, su impacto en la política gala se produjo después de los acontecimientos
de Mayo, en ese breve periodo en el que el maoísmo sedujo a los intelectuales y
llevó a Sartre demasiado lejos.
Este maoísmo europeo que hoy nos parece de juzgado de guardia murió antes
que Mao. Victor, que aceptó el cambio de nombre como prevención, recuperó sus
querencias judías a través del descubrimiento de la obra de Emmanuel Lévinas.
Por su influencia, reivindicó el ámbito moral, anulado siempre por las razones de
partido, y aceptó la posibilidad de un encuentro con el Otro -más allá de
coyunturas o cálculos sectarios- en el que no primase el derramamiento de
sangre.
Poco a poco, Victor volvió a ser Lévy, iniciando un camino que lo
conduciría -como se ha dicho popularmente-, ‘de Mao a Moisés’. Esta aceptación
de la derrota a mediados de la década de 1970 no fue baladí. Muchos no
resistieron el desengaño. Los bandazos de unos coincidieron con la terquedad de
otros, atrapados en la depresión de la propuesta hundida. Los hubo también personalmente
vencidos, incapaces de sostenerse en un presente cada vez más entregado al
consumo. El suicidio en 1978 de Michel Recanati, antiguo trotskista, mostró una de
las caras más brutales de la resaca rebelde.
La relación que Lévy
había comenzado a mantener con Sartre durante los años de la militancia maoísta
continuó después por otros medios. El filósofo lo contrató como secretario y
emprendió con él su última y contestada aventura intelectual.
El último Sartre
Con “el pensamiento
que se forma entre dos” llegó el escándalo. En 1980, Sartre, ya muy enfermo,
acepta la publicación en Le Nouvel Observateur de una serie de entrevistas
con Lévy donde parece renunciar a los compromisos pasados. Sus más íntimos se
sorprenden, Simone de Beauvoir protesta.
En su libro ‘La ceremonia del adiós’ (Edhasa), la escritora evoca los
últimos años de Sartre y se ensaña con Lévy: “no se trataba en absoluto de ese pensamiento plural (…) Victor no
expresaba directamente ninguna de sus opiniones: se las endosaba a Sartre”. De
Beauvoir destaca la “arrogante
superioridad” con la que, desde su punto de vista, Victor trata al autor de
‘La náusea’ y sostiene que éste, por su estado decadente, es incapaz de
defenderse de su interlocutor. La muerte de Sartre en abril de ese mismo año frena
la evolución de la polémica. Las entrevistas se reunieron posteriormente en el
volumen ‘La esperanza ahora’ (Arena Libros).
El naciente judaísmo
de Benny Lévy marca, desde luego, los tiempos de la conversación e introduce
una crítica a la política como único elemento posible de unificación social. “La existencia judía -dice- confirma un Uno distinto al Uno político”.
Esta declaración va completándose con una crítica de Sartre al funcionamiento
de los partidos y a través del descubrimiento de una “dimensión de obligación”. Esto es fundamental. El filósofo
continúa: “el prójimo está siempre ahí y
me condiciona, mi respuesta (…) es
una respuesta de carácter moral”. En este sentido, Lévy apunta la “desconfianza judía con respecto a la
muchedumbre revolucionaria”, lo que sugiere una enmienda a la totalidad de
su pensamiento. Y no queda ahí la cosa. Lévy remata: “la historia que Hegel ha instalado en nuestro paisaje ha querido acabar
con el judío, y es el judío quien permitirá salir de esta historia que ha
querido imponernos Hegel”.
Las entrevistas avanzan,
en todo caso, sobre un terreno resbaladizo, vacilante, que pretende ser aún el
de la radicalidad o, al menos, desarrollarse dentro de los parámetros de la
izquierda. Sartre llega a proponer un movimiento que incorpore la moral judía
como antídoto contra la tentación de la masacre; un pensamiento que evite la
completa fractura del tejido social.
Pero Sartre muere y Lévy continúa adelante en su particular revisión. Su judaísmo va asentándose sobre la superación del enfoque político, tan de actualidad durante y después de 1968. En una entrevista con Stuart L. Charme, el escritor lo anuncia categóricamente. Merece la pena reproducir su declaración de intenciones: “el estudio del judaísmo ha implicado una gran deconstrucción de la política para mí. Utilizo el judaísmo, precisamente, como una crítica de la política. (…) Es una crítica (…) de la idea de que la política es adecuada para responder en términos del destino del hombre. Es esta pretensión, esta arrogancia de la política en todas sus visiones, ya sean las formas más elevadas del idealismo alemán o las formas más ideológicas de hoy, lo que los textos judíos me ayudan a criticar”.
Pero Sartre muere y Lévy continúa adelante en su particular revisión. Su judaísmo va asentándose sobre la superación del enfoque político, tan de actualidad durante y después de 1968. En una entrevista con Stuart L. Charme, el escritor lo anuncia categóricamente. Merece la pena reproducir su declaración de intenciones: “el estudio del judaísmo ha implicado una gran deconstrucción de la política para mí. Utilizo el judaísmo, precisamente, como una crítica de la política. (…) Es una crítica (…) de la idea de que la política es adecuada para responder en términos del destino del hombre. Es esta pretensión, esta arrogancia de la política en todas sus visiones, ya sean las formas más elevadas del idealismo alemán o las formas más ideológicas de hoy, lo que los textos judíos me ayudan a criticar”.
La
trayectoria de Benny Lévy se mueve en estas coordenadas. En 1997, emprende la aliyá
junto a su familia y se instala en Israel done funda un centro especializado en
la obra de Lévinas. Estudioso del Talmud, poco a poco su vida se convierte en
la de un judío ortodoxo que no ve separación entre el ritual y las normas
éticas que le sirven de fundamento. Lévy sigue la estela de pensadores judíos
como Rosenzweig o Buber en una
interpretación sobre los límites de la política para comprender y articular lo
humano. El infarto que lo mató en 2003 detuvo sus proyectos en un momento en el
que los monstruos renacían en Occidente.
* Artículo publicado el 25 de mayo de 2018 en el suplemento Sotileza de El Diario Montañés