No había visto aún ‘La gran
belleza’, de Paolo Sorrentino, y aproveché una emisión de sábado noche en la
segunda cadena de Televisión Española para quitarme la espinita. Sinceramente,
no me esperaba la intensa filosofía pesimista bajo todo ese vendaval cromático.
A la película, pienso, le sobra metraje y es irregular en una trama que, en
ocasiones, parece vacilar y perderse por fútiles recovecos. Pero fascina,
claro, la manera en que el escritor Jep Gambardella (interpretado por un
espléndido Toni Servillo) despliega su escepticismo en la noche romana, su
desdén hacia cualquier tipo de justificación y autobombo. El personaje protagonista
consigue atraernos porque vive contradictoriamente en el placer. El hastío que
arrastra le impide tomarse demasiado en serio, presumir de su éxito y
enarbolarlo. Hay algo oscuro -el pasado, la culpa- que extrae la dulzura del instante.
Todavía estoy dándole vueltas.
En una de las escenas,
Gambardella sestea sobre una hamaca en su magnífica terraza sobre el Coliseo. La
mano izquierda sostiene un vaso con lo que parece ser whisky o coñac. El gesto
del autor expresa, a un tiempo, serenidad y cansancio; un soportable
aburrimiento que, sin embargo, no pone en riesgo su plan de vida.
Esa muestra de ocio sin júbilo no
elimina del todo la admiración del espectador. La cinta no pretende despojar de
razones al creador hedonista; no es una obra confesional o crítica. Se trata de
algo mucho más sutil, quizás de la imposibilidad de habitar impunemente la alegría
en una creación marcada por el tiempo y la memoria. Es decir, por la conciencia.
Mi amigo C. y yo, también
frente a dos vasos llenos, hablábamos días atrás sobre la distancia que existe
entre las personalidades heroicas que han contribuido a hacer habitable el
mundo y la presencia cotidiana en los medios de individuos económicamente
ambiciosos y culturalmente disolventes. En la conversación surgió el nombre de
Ángel Sanz Briz, que salvó la vida a unos cinco mil judíos húngaros durante el
Holocausto, y de muchos otros a quienes la derrota del totalitarismo ha permitido
reivindicar.
El compromiso y el riesgo sólo tienen
sentido, parece, apostándolo todo a una ulterior victoria de la que no podemos
estar seguros. Los mecanismos de la política y los equilibrios estratégicos y
comerciales pueden convertir al ídolo en paria. Pienso en la figura de Oswaldo
Payá, diluida tras la recuperación de relaciones entre Estados Unidos y Cuba, o
en la muerte de Liu Xiaobo, disidente y Nobel de la Paz, en esta China
contemporánea que, sin respetar ni un ápice los Derechos Humanos, hoy hasta
organiza los Juegos Olímpicos. También en las víctimas del terror y de las
dictaduras que los planes de paz del mundo convierten en incómodos recuerdos de
un pasado culpable. El Paraíso del ocio y del progreso no puede alcanzarse,
dicen, sin sacrificio. Pero el sacrificio frena el arraigo de la felicidad. Así
funciona la memoria.
* Columna publicada el 19 de abril de 2018 en El Diario Montañés
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