En los
días peores, vuelven los versos de Valente: “Aquí pronuncio/ la palabra que
nunca/ moverá una montaña”. ¿Cómo podría la voz animar aquello que debe
permanecer quieto? Poco a poco, hemos ido perdiendo la facultad de advertir el
reverso encantador del mundo. Todo se acaba ahora mucho antes y apenas somos
capaces de conocer lo que tenemos, de amar los objetos y las calles, como
amaban nuestros padres y abuelos las cosas que envejecen.
Con
este espíritu, ellos aprendían a ser precisos con las palabras. Era un tiempo
de lentitud y gusto, de injusticias, claro, pero también de placeres sostenidos
en el paisaje; de pájaros y árboles perfectamente conocidos porque aún importaban
su vuelo y su sombra.
Valente
tenía razón. Aprendemos que las palabras no mueven montañas, pero continuamos
sin ceder en la voluntad que nos incita a descubrir el sentido oculto de las
cosas, los nombres exactos. Como siempre, pronunciamos el amor y la queja -hoy espoleados
por la velocidad de nuestra época-, pero nos falta conocer verdaderamente y,
por supuesto, transmitir ese conocimiento.
Al fin
y al cabo, la montaña se mueve, pero no físicamente. La palabra desplaza lo
nombrado y lo comparte con otros que no pueden verlo. Los nombres contienen
información y confianza. Esto es importante: sólo desde la confianza se nos
permite utilizar las palabras, dárselas al prójimo. En ese proceso la montaña
se mueve desde la voz que la pronuncia a la mente de quien la recibe. Ambos se creen:
es la misma montaña.
Pero,
¿y si la montaña no se mueve? Alguien podría nombrarla y encontrar resistencia.
“¿Una montaña? ¿No será, acaso, un animal o un espejismo?” La desconfianza
propone conflicto y ruido. Esto no es algo necesariamente malo. Se trata de hallar,
una vez más, el territorio de todos, la razón que proporciona un escudo más
resistente al mal. Las sociedades democráticas tienen, aquí, un valor del que
carecen los regímenes autoritarios. En estos últimos, la montaña se nombra
aunque ya no exista o no haya existido nunca. Las palabras se desplazan en el miedo
y todos asumen el poder de la mentira.
La tiranía
evita la guerra mientras que la democracia corre ese riesgo. En un ambiente
ideal, el debate se desarrolla con modales exquisitos. “Por favor, usted
primero”. “De ningún modo, insisto en que empiece usted”. Pero rara vez el
ideal es la norma. Lo habitual es el uso desvergonzado de las palabras para
avivar el fuego. Cualquier discusión sirve, además, para someter al enemigo. He
pensado en ello estos días, durante el terremoto mediático que sucedió a la
insensible e insuficiente sentencia de ‘La Manada’. La palabra “intimidación” plantea
una disputa para adultos; una controversia sobre el significado de las
palabras. Pero la escena desanima: unos y otros, los imprecisos y los
incorrectos, apaleándose en las redes, posicionándose en estrategias
partidistas y obviando la felicidad del estudio.
* Columna publicada el 3 de mayo de 2018 en El Diario Montañés
No hay comentarios:
Publicar un comentario