Uno echa de
menos, a veces, la misa. Dicen que es lo más normal del mundo porque la vida
adulta se justifica hoy en un alejarse de las rutinas del pasado. La eucaristía
no se sostiene, para la fe del carbonero, sobre páginas de teología o
encíclicas romanas, sino en el drama que se representa insistentemente contra
el tiempo. Los cristianos acuden a las parroquias para dar cuenta de los años
vividos y entregar su parte del botín de la salud conquistada. Como cualquier vehículo
que avanza sin obstáculos con el piloto automático puesto, así el cristiano
reserva la mañana del domingo para el Señor.
Los
pensadores modernos han destacado siempre la supuesta hipocresía del feligrés. La
prueba del fraude, según esta crítica, radicaría en el comportamiento gregario
del personal, en las prisas por irse a tomar el vermú. Había razones para la
sospecha: las oraciones dichas rápido y mal, la paz que se da sin ganas, ese
padrenuestro de carrerilla o la homilía somnífera, repleta de tópicos y guiños
incomprensibles al enrevesado dogma. Yo, sin embargo, pienso que la palabra era
entonces -quizás lo siga siendo- lo de menos. La atención al mensaje no era imprescindible,
por ejemplo, en la misa de doce (¿o era de las doce y cuarto?) en la Compañía.
Lo importante era estar; interrumpir las apetencias del cuerpo el día de
descanso, entregar media hora a las Alturas y al recogimiento. Luego, eso sí,
el sándwich de jamón y queso en La Madrileña, que quedaba enfrente.
La derrota
de la Iglesia en las ciudades occidentales coincide con el regreso voraz de las
palabras. El papado había sido, durante siglos, enemigo declarado de la palabra
como fundamento de falsos profetas. La Sola scriptura protestante había roído el compromiso
católico contra la verborrea y la memorización integristas. En Estados Unidos,
país fundado por disidentes religiosos, la proliferación de iluminados y
fanáticos fue, desde siempre, motivo de cachondeo general, pero aquí, en
Europa, las cosas tienen mucho menos brillo.
La renuncia del viejo
continente a sus raíces judías y cristianas -y, por lo tanto, a la sacralización del tiempo- crea
las condiciones para que las palabras contraataquen. Las redes sociales, esos
templos virtuales sin cimientos pero con gárgolas, proyectan las
manifestaciones más descaradas de la fanfarria. Y, entre col y col, totalitarismo:
control del lenguaje, relatos supremacistas, voladura de la presunción de
inocencia, yihad y naciones sin estado; en resumen, un nuevo adanismo
perturbador. Yo, lo confieso, cuando tiendo la ropa o plancho, me pongo YouTube
de fondo con alguna conferencia de Zakir Naik, de Pedro Varela, o de Cao de
Benós -o alguno de los ‘Fort Apache’ pendientes-, y se me caen los calcetines del
asombro por encontrarme ante tantísimos discursos sin moral. Pero, rápidamente,
me repongo y vuelvo a echar de menos aquellos mediodías de domingo en la
Compañía, con homilías perfectas para no prestar atención.
* Columna publicada el 31 de Octubre de 2018 en El Diario Montañés
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