Resulta sorprendente,
y a la vez perturbador, comprobar cómo las experiencias políticas fallidas y el
escandaloso número de muertos no han privado a la utopía de su funcionalidad y
prestigio en este aún púber siglo XXI. Muchos opinan, a este respecto, que la
querencia utópica siempre ha formado parte de la naturaleza del ser humano,
incapaz de conformarse con los límites y decepciones de la vida. El individuo,
simplemente, no puede dejar de proyectar una respuesta más limpia y justa a la
mediocridad del mundo.
Quizás, precisamente
por ese ir en contra del caos que parece traer consigo la obsesión por el
crecimiento económico descocado -sueldos precarios, inseguridad familiar, falta
de asideros espirituales-, la sociedad mantiene bien sujetas las ideas
antiguas, es decir, el romanticismo de la placidez rural, aquella estampa de
vecinos que se conocen y se tratan en pequeños ámbitos no contaminados.
La contaminación es
importante para comprender la utopía. Las fantasías de la política-ficción
pasan, en general, por el rescate del municipio (cuanto más pequeño, mejor)
como espacio que compartir frente a la maquinaria del estado y las grandes
fábricas. El gusto, en definitiva, por las costumbres de perfil bajo al más
puro estilo Hobbiton.
Para alcanzar el
territorio de la utopía es necesaria, por supuesto, una ruptura. Todas las
grandes propuestas de organización social requieren, al parecer, violencia y
piedras que vuelen, beligerantes, en una misma dirección. Al otro lado, sin
embargo, suelen estar quienes, hasta fechas recientes, han sido conciudadanos,
previa y convenientemente deshumanizados. La reacción -o la revolución que, en
este caso, viene a ser lo mismo- no escatima en armas ni en cadalsos.
El programa máximo se
resume, por tanto, en la primera persona del plural; en un “nosotros” depurado
de elementos provocadores. En la historia tenemos ejemplos a puñados. No citaré
ninguno por aquello de no banalizar. La reacción revolucionaria (o la revolución
reaccionaria) dirige su rabia contra la ciudadanía, concepto incompatible con
la parálisis ideológica. Esa parálisis incuba orgullosos monstruos, como
tuvieron ocasión de comprobar los organizadores del acto de España Ciudadana en
Alsasua. Los Savater y compañía fueron recibidos con insultos, piedras y
campanas parroquiales, en un talante medieval muy de leyenda negra (en esta coyuntura,
antiespañola). Las imágenes despertaron, una vez más, la envidia de los
militantes de la izquierda transformadora en el resto del país, que ven en
Alsasua la pequeña e ideal localidad utópica, libre de contaminación “estatal”,
donde se cumplen sus sueños más inconfesables de limpieza y mando.
Desde
luego, estas preferencias patológicas se parecen mucho a las de cualquier
genocida con pedigrí. Pero eso ellos ya lo saben y no les importa en absoluto.
¿Sobrevivirá la ciudadanía a los envites de estos viejos totalitarismos que
pretenden ignorarse gracias a la proliferación de la incultura? La cosa está
difícil porque el ciudadano es siempre un extraño y, en realidad, el poder
político prefiere a los lugareños.
* Columna publicada el 14 de Noviembre de 2018 en El Diario Montañés
No hay comentarios:
Publicar un comentario