Dicen que empieza con
un hormigueo, con algún síntoma traidor en la placidez de los días repetidos.
Nadie se lo espera; irrumpe para disolver la seguridad en el futuro o en las
promesas del esfuerzo. Todo cambia con un diagnóstico terrible. La blancura de
la bata del doctor, el jardín que se adivina tras los cristales, ajeno a
cualquier turbación. Uno sale del hospital y camina los lugares que ya no le
son propios. Otros parecen ser ahora los destinados al disfrute de las cosas.
No cabe un miedo mayor, una ruptura más dolorosa.
La enfermedad, cuando
es incurable, establece una distancia con los demás. El paciente, incluso con la
compañía más leal, transita en perfecta soledad las etapas de su adiós. Pasa,
tristemente, de la autonomía a la dependencia; de la vida adulta en plenitud a
la pérdida paulatina del dominio de su cuerpo y sus funciones. En este estado
de cosas, es razonable buscar un instante de absoluta libertad. Ser capaz de
elegir una última vez.
Debe de ser difícil
asumir un futuro que no vendrá. Aceptar que el destino no proporcionará alegría
o una mejor salud. No volver a ver París, no conocer al próximo inquilino de La
Moncloa o el aspecto de la crisis que ya se adivina. Perderse las nuevas
series, los libros que nos quedan por leer. El incendio en Notre Dame, o los
tuits de Trump y el salto de la Pantoja. El presente ata en corto a los vivos.
La muerte de María
José Carrasco actualiza en España el debate sobre la eutanasia. Nunca ha sido
un asunto de sencillo planteamiento porque se trata, en definitiva, de
legalizar el homicidio y eso siempre asusta, como decía el otro, aquí y en la
China Popular. Todos los portavoces parecen estar de acuerdo en que la llamada
muerte dulce exige hilar extremadamente fino para evitar malentendidos y
abusos, pero pocos se atreven a meterle mano.
Saltó la noticia -mediatizada
y polémica- del suicidio asistido de Carrasco y, de repente, nos alcanzó la
campaña electoral. No se me ocurre un momento peor para plantear un problema en
este país frágil donde las propuestas pronto se vuelven veneno. Pero el
defenderse de los programas ventajistas no nos exime de tomar postura. Quizás,
esta época de excepción digital nos está ofreciendo demasiados cambios
trepidantes, negadores de cualquier tradición y moral organizada. No quedan
asideros lo suficientemente sólidos para convencernos de lo adecuado de una
intuición. Queremos, simplemente, negar al sufrimiento su papel preferencial en
el sentido de nuestra existencia. La muerte es un peso hondo, el silencio sobre
el dolor del otro; un adelanto de lo que nos espera. La modernidad condena al ser
humano a cambiar el bienestar por la delgadez, el camisón, los tubos y el
entumecimiento. Y su hogar, por una clínica. ¿Hay algún pecado en la opción,
consciente y serena, de la despedida?
* Columna publicada el 1 de Mayo de 2019 en El Diario Montañés
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