El 75,76% de la
población española con derecho a voto aprovechó ayer el solete primaveral para colmar
las urnas en las Generales. Poca broma con esta cifra rotunda que suena a
movilización de época, a compromiso inédito. Ha costado lo suyo, pero los
españoles parecen bailar por fin al son que les marcan los políticos y los
medios. Tras muchos años de constante atención televisiva, de efervescencia
casi bélica que ha privado al respetable de cualquier otro referente vital y cultural,
nos hemos empapado de los dogmas militantes.
Desde el optimismo más
infundado, uno podría esperar que la sociedad civil rechazara el clima de
furiosa polarización que se ha alimentado desde todas las plataformas y todos
los micrófonos. Pero no ha sido así. En el fondo, es comprensible: no en vano,
el espectador patrio ha podido personarse en un juego de tronos que incluye -según
las sentencias de unos y de otros- mafia,
comunistas, fascistas, golpistas, cobardes, bolivarianos y nostálgicos del
pequeño caudillo. ¿Cómo negarse a participar con un voto en el poderoso drama
español?
Ha ganado la izquierda o, para
ser más precisos, la posibilidad de una salida a la crisis política desde la
peligrosa connivencia de la socialdemocracia con fenómenos extremistas y
tribales. Una salida que, además, excluye a la derecha, a la mitad del país, de
cualquier influencia en el futuro del estado. Tenemos que agradecer a Albert Rivera
y a Pablo Casado su apuesta por la brocha gorda, por el discurso sin altura ni
programa. La pretendida suma del Partido Popular y Ciudadanos -con el apoyo más
o menos directo de la ultraderecha nacionalista de Vox- no sólo era improbable,
sino que volaba todos los puentes del entendimiento constitucionalista.
Con una nefasta campaña que,
incluso, aupó a Pablo Iglesias como el gran sensato, el hambre de mando de
Rivera y Casado agotó la paciencia de los contribuyentes que prefieren siempre
las opciones de la moderación; lo malo conocido. Allí teníamos a los dos
jóvenes del centro-derecha, voraces y confiados, peleándose por encontrar la
descalificación más precisa del socialismo realmente existente, mientras
Santiago Abascal, desde los márgenes de la razón, dibujaba las coordenadas del
debate. Les quedaba el traje, sin duda, demasiado grande.
Ancho es ahora el
territorio del PSOE. Con 123 diputados, Pedro Sánchez puede emprender su proyecto
sin la amenaza de un próximo descalabro en forma de moción de censura. El
presidente, parco en palabras y en talento, supo aguantar su débil posición
ante la ofensiva conservadora. Con una participación gris en los debates, el
candidato socialista recibió como un regalo el cordón sanitario del ambicioso
Rivera. Todo ese centro progresista, templado y razonable que parecía partidario
del abrigo naranja, prefirió la gran casa de Ferraz. ¿Qué decir ahora? Quizás,
dar las gracias a Albert, a Pablo y a Santiago. Y enseñarles, amablemente, la
puerta.
* Columna publicada el 29 de Abril de 2019 en El Diario Montañés
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