jueves, agosto 29, 2019

Cajas*




Hay en el recoger mucho de utilidad y de compromiso. Uno descubre el territorio de la infancia y, por ejemplo, se reencuentra con los antiguos tesoros que hoy, ya muy lejanos, dan un poco de vergüenza. Es razonable que las apetencias cambien con aquello que llaman madurez. La persona que hoy monta cajas, las llena y las cierra es muy distinta, aunque conserva cicatrices que la vinculan con el hogar primero.

No basta con ordenar lo perdido ni con vaciar las estanterías. Es un ejercicio rutinario: la repetición de los movimientos suaviza el choque emocional. La carta que no recordábamos, el recorte de periódico que una vez nos pareció valioso, el libro favorito. Todo ello emerge de algún abismo sobre el que la edad había colocado una pesada losa.

Como vivimos un tiempo sin historia, donde todas las causas han quedado pendientes, nos parece mentira que las cosas que hoy permanecían en un silencio sin uso tuvieran, en algún momento, vigor y solera. Y, como las vemos todas juntas y a un mismo tiempo, nos entra un Stendhal de manual, acompasado con la más natural de las melancolías.

El mes de agosto, con su quietud y un sol casi en despedida, resulta propicio para las mudanzas y los reciclajes, pero uno nunca sale impune de este drama, a no ser que se entregue al sacrificio que exige; a ese espacio de encuentro con lo que una vez estuvo vivo para poder reanimarlo en un lugar distinto, quizás muy lejos de casa.

El ritual sirve para mantener la vida en marcha, sin que pesen el tiempo y el dolor. Abrir una caja cualquiera, introducir aquello que ha estado inmóvil en un hueco del mundo, comprobar la solidez de la forma, el color casi gastado, el interés que aún despierta su existencia en nosotros. Y, una vez cerrada la última, en el preciso instante en el que la juventud queda perfectamente clausurada, llega el momento de continuar el camino, que no deja de ser una metáfora convencional que, sin embargo, sirve para reflejar el compromiso con el futuro de todos los hombres.

* Columna publicada el 21 de Agosto de 2019 en El Diario Montañés

Carmen Jodra Davó*



En 1981, durante una célebre conversación con Philippe Nemo, el filósofo Emmanuel Lévinas declaró que la Biblia “es el Libro de los Libros donde se dicen las cosas primeras, las que debían ser dichas para que la vida humana tuviera un sentido”. Lévinas añadía al respecto que esta escritura temprana abrió un espacio para la concentración de pensadores y comentaristas; en definitiva, para la presencia de los intérpretes en la configuración de la transcendencia.

Mucho se parecen, en este aspecto, los profetas y los poetas. También estos últimos participan de un juego originario. El pulso de la música que compone imágenes; el misterio desvelado a través de la forma. Decir lo que no se puede decir, como afirmaba José Hierro. Es tanta la intensidad posible en un poema, es su intención tan ajena al lenguaje de la publicidad y el partidismo, que resulta tentador relacionar al poeta con la figura oracular. Y ese talento exige de una misión a la altura.

Por ese motivo, me cuesta tanto comprender el reciente fallecimiento de la poeta madrileña Carmen Jodra Davó, a los 38 años. El cáncer, cuentan, se la llevó en apenas unos meses. Yo no la conocí. La conocieron algunos amigos que hoy me transmiten sus sentimientos de devastación. Jodra fue una excelente poeta antes de cumplir los veinte años. Irrumpió con fuerza en el panorama literario ganando en 1999 el premio Hiperión con ‘Las moras agraces’, una bellísima colección de poemas de corte clásico (en los tiempos de la deformación más moderna).

Ella respondió a la invitación del éxito con la indiferencia de quien busca la madriguera para no perderse. Aún publicó otro libro, ‘Rincones sucios’, en 2004. Después, el silencio. Me pregunto si la poeta esperó algo más del mundo; si con su mutis quiso cultivar otra forma de felicidad posible. Dicen que estaba orgullosísima de su profesión de bibliotecaria. Lo cierto es que sus palabras debieron ser dichas para que todo esto tuviera un sentido. Pero la muerte parece preferir siempre a los solitarios, a quienes rechazan la exhibición. Qué rara e inoportuna es siempre la muerte, ¿verdad?

* Columna publicada el 7 de Agosto de 2019 en El Diario Montañés

lunes, agosto 05, 2019

La cima*



Como ya hemos perdido todos los asideros y las herramientas que permiten medir moralmente el mundo, ahora nos encontramos arrojados a la intemperie, en una época la mar de interesante. Fíjense en el personal que casi todos los días se desayuna con noticias de progreso a tutiplén -la invención de una prótesis ligera, el último teléfono inteligente-, al tiempo que se advierte sobre inminentes apocalipsis totalitarios y climáticos. Parece que caminamos hoy por una fina línea desde la que podríamos precipitarnos bien en plena era mesiánica, bien en la definitiva catástrofe. Está la cosa en un ay.

Son tantos los mensajes rotundos, que a uno le cuesta mantenerse optimista de cara a un futuro que presumen deshumanizado y tóxico. ¿Cómo apreciar el presente en sus justos términos, como un punto en la historia, precisamente ahora que han congelado el tiempo? ¿Cómo rescatar los libros mejores, las enseñanzas de un pasado que, al fin y al cabo, fue racista, esclavista y patriarcal?

La indiferencia hacia los orígenes impide un análisis sensato del presente. Así las cosas, somos incapaces de identificar lo bueno y lo bello; lo excelente enfrentado a lo vulgar. Pienso, por ejemplo, en las más recientes citas tenísticas, donde Novak Djokovic, Roger Federer y Rafael Nadal han mantenido su dominio frente a las nuevas hornadas de jugadores que no saben cómo relevarlos pese a su hambre y juventud.

Nos empeñamos en explicar las cosas como si todo fuese natural, perfectamente razonable. Pero, en realidad, lo del tenis y su triunvirato treintañero escapa a toda previsión. Técnica, afinamiento físico y voluntad se han alineado, de algún modo, contra los límites del deporte; contra el muro que otros campeones -en otros tiempos- no pudieron derribar. Quizás, todo responda a un enunciado muy simple: han llegado a la cima. Es decir, que aquí se acaba la presente historia. Ya no se puede elevar más el nivel, correr más rápido, golpear a la bola con más clase.

La confusión, sazonada con las urgencias mediáticas, infecta todos los órdenes de la vida. Un trabajador no cualificado vive más y mejor que Alejandro Magno y, sin embargo, la precariedad y la ausencia de causas se combaten con llamadas al entusiasmo. Resulta impensable extraer de esto una posibilidad para la cohesión y para que el conocimiento empape las mentes de todo el mundo.

En este momento, claro, no podemos precisar si las hazañas tenísticas son insuperables; como tampoco sabemos, por ejemplo, si las críticas al turismo de masas están justificadas. Parece mentira, dicen, que el viaje haya evolucionado desde Aníbal y sus elefantes hasta el ‘balconing’; desde Marco Polo hasta su hoy abarrotada Venecia. Es posible que el progreso no sea más que el desencantamiento de la actividad humana, con el que se proscribe cualquier experiencia más allá de la simple acumulación. Como si cima y engaño no pudieran distinguirse al margen de la maldita actualidad.

* Columna publicada el 24 de Julio de 2019 en El Diario Montañés