Cuando
todo esto termine y la calle sea otra vez un espacio abierto, habrá que ir
pensando en la reconstrucción de la vida con los demás. Será un momento definitivo
para la humanidad toda. Sospecho que los supervivientes del virus se
encontrarán, de pronto, con una responsabilidad inédita: arreglar el mundo,
participar de las cosas desde su origen. Si este cáliz se apartase un día de
nosotros, si el planeta volviera a girar con la gracia del buen anfitrión,
deberíamos detenernos un instante, mirar a nuestro alrededor, buscar, quizás, razones
nuevas. Porque, entonces, la historia se fijará en un punto.
Ya
no importan la matraca partidista de las falsas emergencias ni las discusiones
coyunturales de las ideologías más pedestres. Esto quedará, no les quepa duda,
como han quedado otros episodios a lo largo de siglos: las pestes, las
conquistas, los genocidios. Europa, todos los países, se enfrentan a un desafío
que no puede ser medido con los instrumentos de siempre, sino con la destreza,
ay, del forense.
Ninguna
etiqueta de red social ni viejas canciones recuperadas desde los balcones de
España; no hay convocatoria lúdica que calme el dolor de los enfermos en la
soledad de la pandemia. El dique mediático proporciona, de nuevo, cifras y
coordenadas, directos en las puertas de los hospitales con información a su vez
facilitada por los altos mandos, mientras los muertos se acumulan como en una
batalla sin imágenes.
Tras
aquellos primeros días de entusiasmo por la movilización del personal, ha
llegado el tiempo del cansancio y de las horas eternas en la humedad de la
trinchera; de insultos a quienes se atreven a pisar las calles, tengan o no
derecho a hacerlo. Hemos visto también a vecinos que apedrean los vehículos de
ancianos contagiados o que atacan a individuos que, simplemente, van a jugarse
la salud en sus puestos de trabajo. ¿Las crisis sacan lo mejor de nosotros o
acaso nos adiestran para el estado salvaje? Depende.
Eso sí, cuando la ola nos pase
por encima y emerjamos triunfantes -si llegase a pasar-, no podremos sentarnos
en las terrazas como si tal cosa, sacar a los perros a correr por las playas,
competir en la oficina por un puñado de euros. No tenemos derecho a obviar el
sacrificio de aquellos que se enfrentaron al monstruo y recibieron sus cornadas
cuando más oscuro estaba el laberinto. Sanitarios, militares, camioneros,
trabajadores de las tiendas de alimentación, servicios de limpieza. Todos
levantándose un día y otro, semanas enteras, quizás meses, para ocupar sus posiciones;
para combatir el caos que se desata en una sociedad contaminada. ¡Y sin un dios
que lo demande! ¡Sin promesa de salvación!
* Columna publicada el 1 de Abril de 2020 en El Diario Montañés
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