Quién
iba a pensar, hace tan sólo un par de meses, que la historia pudiese dar de
pronto un giro tan acusado, tan terrible, para devolvernos a los tiempos del
miedo y del uniforme. Las cosas, desde luego, no han cambiado de la noche a la mañana.
La despreocupación y la distancia terminaron mucho antes.
El
mundo parece recorrer hoy un camino seguro hacia la autoridad, superando por
fin esa angustia de siglos por la pérdida de la fe. Una vez despojado de los
templos y las vacilantes tentativas ciudadanas, el personal vaga en formación
de grey por los caminos que traza la actualidad. Han sido tan numerosas las
advertencias mediáticas y oficiales sobre el cambio climático o el feminismo
urgente (o sobre los desahucios y la pobreza energética) que ahora resulta
fácil adaptarse a un protocolo de movilización total.
La
orden ya no es coger las armas y lanzarse a la trinchera, sino permanecer en
casa y lavarse las manos. Un comportamiento, en definitiva, poco exigente.
Curiosamente, el Covid-19 irrumpe en una época receptiva para soluciones que
despierten en el contribuyente la ilusión del colectivo.
No olviden, sin embargo, que
la conversión del planeta en una aldea global se traduce en la pérdida
definitiva de la libertad política como fundamento del tinglado. No deja de ser
irónico que este coronavirus nos llegara de China cuando, precisamente, hacia
China vamos. ¿Quién podría ni siquiera toserle (nunca mejor dicho) a Xi
Jinping? En fin, no pasa nada. Sus votos, señor, señora, ya no importan. Relájense
en su agravado anonimato. Disfruten del mando nuevo del experto y del dato,
aunque se contradigan, no me sean ustedes cafres. Y no salgan. Mucha suerte.
* Columna publicada el 18 de Marzo de 2020 en El Diario Montañés
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