martes, julio 21, 2020

Gondor*



La política en libertad exige una atención cotidiana en estrecha relación con los medios. Esto es la democracia: el poder y sus quehaceres no pueden abandonarse a la gestión más o menos discreta de las cosas de todos. Los representantes públicos segregan noticias y comentarios que ocupan las sobremesas y las noches de los contribuyentes, a quienes, poco a poco, les ha ido apeteciendo el espectáculo. Pan y ‘Al rojo vivo’.

Los últimos meses de confinamiento y monotema han sido, además de amenazantes para la salud, insoportables para las mentes contemporáneas, que piden dramas a estrenar y no la congelación del mundo en un punto. El despertar del personal en la “nueva normalidad” trae, por ese motivo, alegría a los lectores y recicla debates clásicos.

Tras la lucha por la supervivencia y la preocupación por el impacto del estado de alarma sobre la economía del país, el alivio nos conduce por la senda de los temas de siempre. Dos lectores de este diario nos han alertado recientemente sobre algo mucho peor que un pangolín de Wuhan o las marmotas de Bayan-Ulgii: la desaparición, en silencio, de la clase santanderina, devorada por la publicidad de sus terrazas.

Resulta tranquilizador contemplar cómo, en los tiempos del avance del totalitarismo y la precariedad crónica que condena a los jóvenes de Cantabria a un futuro de paro o huida, hay quien se abre un hueco para denunciar lo que nadie se atreve: el fin de nuestro hecho diferencial, es decir, la confusión en la nueva simpatía turística. Los lectores no han errado al dolerse por ello. ¿Cómo va a ser Santander otra cosa que un Gondor de balneario, suspirando por el retorno del rey?

* Columna publicada el 8 de Julio de 2020 en El Diario Montañés

lunes, julio 20, 2020

Salud*



Ahora que proseguimos por fin la vida a la intemperie, en esta normalidad de diseño político, caemos en la cuenta de que, durante el confinamiento, las cosas siguieron pasando; que, contra todo pronóstico, nada se detuvo a pesar del peligro invisible y los llamamientos a reconstruir el mundo desde la raíz. También en la paralización general se reproducen las malas noticias; los incidentes y el luto mantienen vivo el tiempo concedido.

Mientras los fallecimientos por el coronavirus se relegan a una intimidad de gráficas y cifras con funerales pospuestos, los famosos mueren por causas publicables; de aquellos males que se enfocan como preludios de “positividad”.  Ha sido la ceremonia del adiós para Michael Robinson, Pau Donés o Aless Lequio, víctimas del cáncer, lo que antes se llamó “larga enfermedad” y sobre el que los medios dibujan hoy el símil de batallas y guerreros, suculentos “ejemplos de vida” y campañas heroicas quimio mediante.

Tras la supuesta novedad de quien prefiere situar el cáncer frente a las cámaras y no oculto bajo siete llaves, está la frivolización del morbo y la exhibición de los comentaristas. La conversación que se genera en las redes por el optimismo de quien no quiso desfallecer frente al mal pronóstico choca con la realidad de tantos pacientes -sin fama y sin dinero- que al miedo por la dolencia suman la incertidumbre por el futuro de sus hijos, quizás prematuramente huérfanos en este mundo implacable.

Pero, destruida la cultura como medio de transmisión del saber, se nos quiere enseñar todo de nuevo; a amar y a vivir según las normas del mando único. También a morir, por supuesto, con una etiqueta en Twitter y una tabla de surf.

* Columna publicada el 24 de Junio de 2020 en El Diario Montañés

viernes, julio 03, 2020

La dimisión*



Parece mentira que, a estas alturas del drama, los partidos y los medios se animen a jugar la imposible carta de la dimisión. No deja de tener su gracia en pleno proceso de derrumbe de las instituciones; hay cierto encanto en el contemporáneo retorno a los escrúpulos y a la moral. Desde luego, solicitar la dimisión del adversario es hoy un ejercicio de arqueología, ajeno a un tiempo donde el personal malvive sin más ataduras que las de la cotidianidad.

Cuando escuchamos las palabras del representante público que pide la dimisión de un alto cargo, nos vuelven de inmediato al paladar los sabores añejos; aquellos relatos de quien prefirió irse para no comprometer sus principios. La dimisión, en España, tiene para siempre el sello de Nicolás Salmerón, quien siendo presidente, se negó en 1873 a firmar sentencias de muerte. Otro tipo humano.

Esta iniciativa higiénica significa comprender la Administración como instrumento -a la vez poderoso y vulnerable- de la libertad. Las personas pasan, la moqueta permanece. Este, y no otro, es el sentido del tinglado. En la actualidad, sin embargo, se reclama la dimisión como quien coloca trampas en un bosque. Los que la exigen parten de la idea de que nada va a cambiar. Curiosamente, la contradicción entre la realidad del partidismo y el ideal participativo embarra el paisaje con grescas que sitúan la democracia al borde del abismo.

Decididos ya a superar la etapa de la representación en beneficio de un nuevo sistema de control absoluto y digital de los contribuyentes, los estados arrastran querencias del pasado y modales de otros siglos que no tienen nada que ver con este juego en el que los fanáticos van ganando.

* Columna publicada el 10 de Junio de 2020 en El Diario Montañés