Ahora que proseguimos por fin la vida a la intemperie, en esta normalidad
de diseño político, caemos en la cuenta de que, durante el confinamiento, las
cosas siguieron pasando; que, contra todo pronóstico, nada se detuvo a pesar
del peligro invisible y los llamamientos a reconstruir el mundo desde la raíz. También
en la paralización general se reproducen las malas noticias; los incidentes y el
luto mantienen vivo el tiempo concedido.
Mientras los
fallecimientos por el coronavirus se relegan a una intimidad de gráficas y cifras
con funerales pospuestos, los famosos mueren por causas publicables; de
aquellos males que se enfocan como preludios de “positividad”. Ha sido la
ceremonia del adiós para Michael Robinson, Pau Donés o Aless Lequio, víctimas
del cáncer, lo que antes se llamó “larga enfermedad” y sobre el que los medios
dibujan hoy el símil de batallas y guerreros, suculentos “ejemplos de vida” y
campañas heroicas quimio mediante.
Tras la supuesta
novedad de quien prefiere situar el cáncer frente a las cámaras y no oculto
bajo siete llaves, está la frivolización del morbo y la exhibición de los
comentaristas. La conversación que se genera en las redes por el optimismo de
quien no quiso desfallecer frente al mal pronóstico choca con la realidad de tantos
pacientes -sin fama y sin dinero- que al miedo por la dolencia suman la
incertidumbre por el futuro de sus hijos, quizás prematuramente huérfanos en
este mundo implacable.
Pero, destruida la cultura
como medio de transmisión del saber, se nos quiere enseñar todo de nuevo; a
amar y a vivir según las normas del mando único. También a morir, por supuesto,
con una etiqueta en Twitter y una tabla de surf.
* Columna publicada el 24 de Junio de 2020 en El Diario Montañés
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