La
política en libertad exige una atención cotidiana en estrecha relación con los
medios. Esto es la democracia: el poder y sus quehaceres no pueden abandonarse
a la gestión más o menos discreta de las cosas de todos. Los representantes
públicos segregan noticias y comentarios que ocupan las sobremesas y las noches
de los contribuyentes, a quienes, poco a poco, les ha ido apeteciendo el
espectáculo. Pan y ‘Al rojo vivo’.
Los
últimos meses de confinamiento y monotema han sido, además de amenazantes para
la salud, insoportables para las mentes contemporáneas, que piden dramas a
estrenar y no la congelación del mundo en un punto. El despertar del personal
en la “nueva normalidad” trae, por ese motivo, alegría a los lectores y recicla
debates clásicos.
Tras
la lucha por la supervivencia y la preocupación por el impacto del estado de
alarma sobre la economía del país, el alivio nos conduce por la senda de los
temas de siempre. Dos lectores de este diario nos han alertado recientemente
sobre algo mucho peor que un pangolín de Wuhan o las marmotas de Bayan-Ulgii:
la desaparición, en silencio, de la clase santanderina, devorada por la
publicidad de sus terrazas.
Resulta tranquilizador
contemplar cómo, en los tiempos del avance del totalitarismo y la precariedad
crónica que condena a los jóvenes de Cantabria a un futuro de paro o huida, hay
quien se abre un hueco para denunciar lo que nadie se atreve: el fin de nuestro
hecho diferencial, es decir, la confusión en la nueva simpatía turística. Los
lectores no han errado al dolerse por ello. ¿Cómo va a ser Santander otra cosa
que un Gondor de balneario, suspirando por el retorno del rey?
* Columna publicada el 8 de Julio de 2020 en El Diario Montañés
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