Es sabido que en España,
a lo largo de su castrense historia, se ha actuado como un rodillo contra toda
aspiración política expresada desde la sensatez y con vocación de libertad. Aquí,
los cambios democráticos se produjeron siempre con el freno de mano puesto,
amenazados por la reacción, el aroma a sacristía y las alternativas
totalitarias que, durante el siglo XX, se miraban en los espejos de Moscú, Berlín
o la “unidad de destino en lo universal”. Finalmente, y tras fallidos
encontronazos parlamentarios, la violencia acabó sustituyendo al diálogo como
fórmula tradicional de comunicación ibérica. Comprendo, por ese motivo, las
suspicacias que la exigencia republicana despierta hoy entre determinados
grupos políticos, que temen una salida radical a la crisis del llamado ‘Régimen
de 1978’. Más allá del interés netamente monárquico de la derecha y del
oficialismo dirigente del PSOE, hay, sin duda, razones para la cautela. Al fin
y al cabo, según dicen, España goza de un orden institucional que le permite
afrontar éste y cualquier cambio sin necesidad de tomar las calles o romper la
convivencia entre sus habitantes. A esta afirmación, debe responderse con un
“sí, pero no”.
Algunas formaciones,
como UPyD o Ciudadanos, consideran que la profundización en la democracia es la
única respuesta a la grave enfermedad que padecen los órganos de representación,
sin que el dilema ‘monarquía-república’ deba influir necesariamente en su buen funcionamiento.
Pero, me temo, ésa no es la única discusión. Desde mi punto de vista, lo
característico del actual régimen español es su recalcitrante apuesta por dejar
los debates en suspenso, optando siempre por un amago de síntesis, que cada vez
se va pareciendo más a la norma de un club elitista, ajeno a cualquier permeabilidad
social. En España no se toca nada, no se afronta ningún problema de peso
(inventado o realmente existente), por no dañar “lo que nos hemos dado”.
Desatar ahora una confrontación entre rojigualdos y tricolores, sugieren,
abriría la caja de Pandora. En resumen, una evidente ausencia de voluntad
política y, lo que es más grave, de representatividad. Lo acontecido desde la renuncia
del rey Juan Carlos I ha sido y es, en este sentido, paradigmático. El discurso
oficial se apoya en la suma de los escaños del PP y del PSOE, que nutre de
aplastante legitimidad electoral cualquier decisión que adopten conjuntamente.
Ha vuelto a ocurrir tras la aprobación -la semana pasada en el Congreso- de la
ley de abdicación. Sin embargo, gran parte de la ciudadanía vería con buenos
ojos la convocatoria de un referéndum. Es decir, la superación del escenario
donde todas las decisiones se toman en su nombre. Todo ha cambiado.
Así, frente al ‘paquete
completo’, que incluye a la monarquía, los españoles demuestran a diario la
pluralidad de sus valores y apetencias, sin que a nadie se le mueva un músculo.
Poco le importa al oficialismo transmitir un discurso hagiográfico a través de los
medios de comunicación, vinculando sus métodos a lo más gris de la estética
totalitaria. El poder, como siempre, a lo suyo. La protección de la inercia
institucional es la prioridad, deben de pensar, aunque sea ridículo su reflejo
mediático.
El régimen español
funciona hoy como un dique, construido para mantener su territorio a salvo de
la humedad del tiempo y los cambios. El hermético sistema de partidos y el
miedo a las fuerzas secesionistas, que amenazan con desmembrar la soberanía
nacional desde posiciones reaccionarias, se demuestran ineficaces para contener
a la realidad. Por si fuera poco, la terrible situación económica agrava el
pronóstico del enfermo.
Por lo tanto, ¿qué
hacer?
Resulta complicado
adoptar aquí una posición valiente y, a la vez, pragmática. La necesidad de
dotar a España de un sistema que (re)active sus principios liberales y
socialdemócratas, que estimule la participación ciudadana en la política y que
democratice el funcionamiento interno de los partidos se ha convertido en
exigencia. Optar erróneamente por la inmovilidad puede dejar el discurso
republicano y la crítica al sistema (de hecho, ya lo está haciendo) en manos de
las fuerzas más radicales y antimodernas. Únicamente desde la legitimidad
institucional vale la pena enfrentarse a su esclerosis, pero
reivindicando la voz constituyente de la ciudadanía y oponiendo regeneración a la nostalgia
que unos y otros quieren inyectar al futuro. Quizás, de esta forma lleguemos a
saber si esto es una nación y si merece la pena erigir una nueva república
sobre cimientos nuevos para todos.
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