miércoles, junio 18, 2014

El dique





Es sabido que en España, a lo largo de su castrense historia, se ha actuado como un rodillo contra toda aspiración política expresada desde la sensatez y con vocación de libertad. Aquí, los cambios democráticos se produjeron siempre con el freno de mano puesto, amenazados por la reacción, el aroma a sacristía y las alternativas totalitarias que, durante el siglo XX, se miraban en los espejos de Moscú, Berlín o la “unidad de destino en lo universal”. Finalmente, y tras fallidos encontronazos parlamentarios, la violencia acabó sustituyendo al diálogo como fórmula tradicional de comunicación ibérica. Comprendo, por ese motivo, las suspicacias que la exigencia republicana despierta hoy entre determinados grupos políticos, que temen una salida radical a la crisis del llamado ‘Régimen de 1978’. Más allá del interés netamente monárquico de la derecha y del oficialismo dirigente del PSOE, hay, sin duda, razones para la cautela. Al fin y al cabo, según dicen, España goza de un orden institucional que le permite afrontar éste y cualquier cambio sin necesidad de tomar las calles o romper la convivencia entre sus habitantes. A esta afirmación, debe responderse con un “sí, pero no”. 

Algunas formaciones, como UPyD o Ciudadanos, consideran que la profundización en la democracia es la única respuesta a la grave enfermedad que padecen los órganos de representación, sin que el dilema ‘monarquía-república’ deba influir necesariamente en su buen funcionamiento. Pero, me temo, ésa no es la única discusión. Desde mi punto de vista, lo característico del actual régimen español es su recalcitrante apuesta por dejar los debates en suspenso, optando siempre por un amago de síntesis, que cada vez se va pareciendo más a la norma de un club elitista, ajeno a cualquier permeabilidad social. En España no se toca nada, no se afronta ningún problema de peso (inventado o realmente existente), por no dañar “lo que nos hemos dado”. Desatar ahora una confrontación entre rojigualdos y tricolores, sugieren, abriría la caja de Pandora. En resumen, una evidente ausencia de voluntad política y, lo que es más grave, de representatividad. Lo acontecido desde la renuncia del rey Juan Carlos I ha sido y es, en este sentido, paradigmático. El discurso oficial se apoya en la suma de los escaños del PP y del PSOE, que nutre de aplastante legitimidad electoral cualquier decisión que adopten conjuntamente. Ha vuelto a ocurrir tras la aprobación -la semana pasada en el Congreso- de la ley de abdicación. Sin embargo, gran parte de la ciudadanía vería con buenos ojos la convocatoria de un referéndum. Es decir, la superación del escenario donde todas las decisiones se toman en su nombre. Todo ha cambiado.    



Así, frente al ‘paquete completo’, que incluye a la monarquía, los españoles demuestran a diario la pluralidad de sus valores y apetencias, sin que a nadie se le mueva un músculo. Poco le importa al oficialismo transmitir un discurso hagiográfico a través de los medios de comunicación, vinculando sus métodos a lo más gris de la estética totalitaria. El poder, como siempre, a lo suyo. La protección de la inercia institucional es la prioridad, deben de pensar, aunque sea ridículo su reflejo mediático.

        
El régimen español funciona hoy como un dique, construido para mantener su territorio a salvo de la humedad del tiempo y los cambios. El hermético sistema de partidos y el miedo a las fuerzas secesionistas, que amenazan con desmembrar la soberanía nacional desde posiciones reaccionarias, se demuestran ineficaces para contener a la realidad. Por si fuera poco, la terrible situación económica agrava el pronóstico del enfermo.

Por lo tanto, ¿qué hacer? 

Resulta complicado adoptar aquí una posición valiente y, a la vez, pragmática. La necesidad de dotar a España de un sistema que (re)active sus principios liberales y socialdemócratas, que estimule la participación ciudadana en la política y que democratice el funcionamiento interno de los partidos se ha convertido en exigencia. Optar erróneamente por la inmovilidad puede dejar el discurso republicano y la crítica al sistema (de hecho, ya lo está haciendo) en manos de las fuerzas más radicales y antimodernas. Únicamente desde la legitimidad institucional vale la pena enfrentarse a su esclerosis, pero reivindicando la voz constituyente de la ciudadanía y oponiendo regeneración a la nostalgia que unos y otros quieren inyectar al futuro. Quizás, de esta forma lleguemos a saber si esto es una nación y si merece la pena erigir una nueva república sobre cimientos nuevos para todos.

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