Intuición primaveral:
no existen ideologías, sistemas de creencia o identidades que no habiten en la
marginalidad. Podemos darle las vueltas que queramos, concluir que la vida nos
exige síntesis, decisión, frente al tedio materialista en el que penetramos a
diario como en un laberinto. Ya sea revelación, folclore o análisis, vestir la
ortodoxia es siempre ruptura. “No he venido a traer paz, sino espada. Sí, he venido a enfrentar al
hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; y enemigos
de cada cual serán los que conviven con él”. Pocas veces una frase resume tan
bien el fin del mundo.
Los ciudadanos de España han perdido la confianza
sucesivamente en la Iglesia católica y en la socialdemocracia, dos instrumentos
que favorecen la digestión de la doctrina. Ambos rechazaron lo ‘gordo’:
entregarse al Reino de Dios y a la Revolución, moldeando su credo con el barro
de la cotidianidad. Si Cristo se presentó con un mensaje apocalíptico, el clero
optó por convertirlo en asunto doméstico, adaptado a todos los ámbitos de la
vida y a todas las generaciones. Él, que rechazaba las cadenas familiares, se
vio convertido en inspiración de la Concapa.
La socialdemocracia, por su parte, prefirió siempre
la reforma a la ruptura; el bar de la esquina a la lucha de clases; la liga de
fútbol al marxismo. Esto parece una crítica. No lo es, al contrario. Con la
desaparición de la normalidad social, que implica la misa y la beca de
estudios, llegan los monstruos de verdad, los mensajes sin contradicción. No es
sólo Pablo Iglesias, que devuelve militancia a la actualidad gris y
burocrática. Sucede también con las ideologías xenófobas, los fundamentalismos
religiosos o tribales y las cadenas humanas independentistas. ¿Soy injusto?
Quizás, como habitante de una región en el que cualquier nacionalismo parece
impostado, de ambiente burgués y trato indiferente, este tipo de exageraciones
me suena a locura. Resulta complicado encontrarme con gente que declare su
devoción por San Antonio, su convencimiento comunista o su sentimiento nacional
o regional. Definitivamente, no los conozco. De ahí mi sorpresa cuando me conecto a
las redes sociales o leo artículos de los convencidos. Siento rechazo y
admiración al mismo tiempo. Realmente, me gustaría tenerlo tan claro, obviar
los argumentos en contra y confiar en el sacrificio del presente (y de los
presentes) en aras de un luminoso amanecer.
Nuestro susto actual es, por lo tanto,
comprensible. Han vuelto las banderas, las ideologías de respuesta, las
pancartas. Ese discurso seductor de “las libertades y el estado de derecho”,
antaño tan útil, se recibe con incredulidad y desprecio. “¿Eso cómo se
come?”, preguntan hoy los nuevos soldados. Alzo la mirada (no me comparo) y veo a Sándor
Márai, Stefan Zweig o Jean Améry (Hans Mayer) reclamando
espacio para su humanismo en la terrible época totalitaria que les tocó vivir.
Lo difícil es sostener lo cotidiano, aspirar a una sociedad de hombres libres,
sin que cualquier iluminado pretenda tener una respuesta para ti. El
equilibrio, vaya.
El modelo español
resulta fallido porque se ha basado siempre en las respuestas sistemáticas
desde arriba. Una persona a la que admiro me dijo ayer: “en este país creemos
que los problemas los crean o los resuelven las instituciones, no las personas”.
Exactamente eso. Mientras consideremos que la sociedad necesita una respuesta,
una revolución que ponga fin a los excesos, siempre se ofrecerán voluntarios a
dirigir la operación, a mezclar verdad y mentira en un programa aprobado sin
crítica o prudencia. Voluntarios que llegarán de todas partes, abandonando
temporalmente (esperemos) los bosques de su marginalidad para convencernos de
nuestros mortales pecados. El exceso de principios, tan peligroso, o más, que
su ausencia.
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