Intentaré relatarlo de
la manera más desapasionada posible: aquel lunes, Aitana Sánchez-Gijón posó delicadamente
su mano sobre mi hombro, mientras cientos de banderas tricolores ondeaban al
atardecer en la madrileña Puerta del Sol y la multitud gritaba vivas a la
república. Una escena que combinaba belleza y sueños adolescentes. Como un
escaparate, el diseño no se improvisa, y la exposición no es absolutamente fiel
a los hechos. La actriz sólo me apartaba para poder pasar, la asistencia no
significó militancia. Lo explicaré desde el principio, aunque sea
decepcionante.
Viví la abdicación del
rey Juan Carlos como el pastor Tomas Ericsson (Gunnar
Björnstrand) experimentó la angustia de ‘Los comulgantes’, de Bergman: resfriado.
Desde el mismo calvario que el atormentado hombre de Dios, no paraba de toser y
sonarme mientras el drama sucesorio se representaba ante mis ojos enrojecidos.
Estaba en Madrid, en plena semana ‘post Pablo Iglesias’, durmiendo en el sofá
de unos amigos, cuando me llegó un mensaje de advertencia: “En hora y media
abdica el rey”. Me dolía la garganta y el Borbón anunciaba su mutis.
Por
la tarde, ya alojado en un hostal de la Gran Vía, peleaba contra la fiebre con
el sonido de la televisión al fondo. Los comunicadores, epatados por la
noticia, exageraban, orgullosos, como suele decirse, de participar en una
jornada histórica. Yo tiritaba bajo las sábanas. La capital en junio es un
horno y los frutos de la automedicación eran discretos todavía. En ese contexto
llegó la república.
Pronto,
a través de las redes sociales, comenzó a hablarse de manifestaciones y de un
referéndum. Había llegado la hora, decían, de cambiar de rumbo. Para alguien
que asiste con perplejidad al hundimiento político de su país, al diagnóstico
diario de enfermedades terminales que agreden lo institucional, económico y
moral, la discusión era una promesa de concreción: algo que se decide, que se
hace.
Me
sentía mejor y no quise perderme la protesta de Sol. Fui con una amiga. Bajamos
por Montera hacia su desembocadura. Era imposible avanzar dos pasos. Los
pisotones y los codazos se recibían con alegría. Todo el mundo demostraba su
buen humor. El corresponsal del diario Gara en Madrid pasó a mi lado con una
sonrisa bobalicona. La gente pedía abrazos. ¿La gente? Sí, era gente.
Yo
necesitaba más medicinas. Penetramos en una farmacia en la misma plaza. El aire
acondicionado y el silencio nos sentaron bien. Al salir, optamos por alejarnos
poco a poco de la multitud y buscar una terraza.
El
problema, sin duda, es mío. No me siento del todo bien entre pancartas. Me
acompaña siempre la sensación de estar colándome en una fiesta. Incluso, bajo
circunstancias proclives a mi forma de ver el mundo, encuentro motivos para no
comulgar. En el enésimo dilema de identidad al que se enfrenta el país, tengo
opinión, pero temo que no sea suficiente. Quiero decir que estoy a favor del
referéndum, pero me gustaría estarlo más radicalmente y defender un discurso
vehemente y sin dobleces. Aquí eso no es posible, porque, pese a su bella
factura, la película es una ficción. A un lado, están los republicanos,
convencidos de su justa idea, defensores de una profundidad democrática que
alcance todos los rincones del sistema. Al otro, los que se dicen monárquicos,
guardianes de, quizás, la última tradición que sostiene a España. Ambos
fracasan. En ninguna parte del mundo, la corona ha sido condición de democracia,
sino consecuencia coyuntural (a favor o en contra) de ésta. Por eso, algunos
países democráticos, como Suecia, Holanda o el Reino Unido son monarquías,
mientras que otros -Francia, Estados Unidos o Alemania- mantienen una identidad
republicana. Se trata de una cuestión histórica, simbólica, sin reflejo real en
ningún tipo de potestad.
Sin
embargo, este argumento tranquilizador no tranquiliza a nadie en España y, por
supuesto, no resulta útil a la campaña monárquica. Los grandes medios gastan
energías en alabanzas diarias a los reyes saliente y entrante. Es en vano. Lo
que se refleja es el intento de mantener a salvo los intereses creados, la
ideología frívola y vulgar en la que ha acabado convirtiéndose el régimen de la
Transición. Minado por la corrupción e incapaz de solucionar los problemas del
país, el discurso del poder carece de cualquier virtud seductora.
En
el lado tricolor, los problemas son otros: el ventajismo, la demagogia de creer
que un cambio de sistema traería consigo una regeneración profunda del país y
la nostalgia. La memoria envuelve todas las reclamaciones en un confuso cóctel
de independentistas, comunistas, anarquistas y demás enamorados de 1931.
Aquéllos que, durante los cinco años que duró la II República, se esforzaron en
sustituirla por otra cosa (el estado soviético, la Cataluña Libre o la comuna)
se presentan hoy como los principales valedores del cambio.
Pero,
¿y la gente? ¿Tiene algo que decir? Más allá del referéndum (insisto, que se
haga), están los españoles a los que este asunto no les importa nada. No es
novedad. El habitante de la piel de toro siente, sobre todo, indiferencia hacia
la política, a la que observa desde una distancia prudente, como el buitre que
quiere estar seguro de la expiración. Aquí, imagino que como en todas partes,
importa el bolsillo, llegar a fin de mes. No es poca cosa. La impresión es que
el orden institucional de España y las encendidas discusiones sobre los
valores, los privilegios de la Iglesia, la igualdad del matrimonio homosexual o
el aborto, se contemplan desde una actitud distante y cínica, como si la
modernidad o la política fueran un capítulo reservado a élites a las que poder
injuriar con un vino en la mano.
Por
ese motivo, la victoria se decide entre minorías. La mecha la encienden pocas
manos, aunque parezcan numerosas. Como siempre sucede, la respuesta es la libertad,
la transparencia. Que los grupos aparentemente más radicales dicten los
movimientos del país sólo puede evitarse desde una comprensión plural de sus
problemas. Nuestro ya legendario atraso se concreta en las ortodoxias que se
reparten el discurso. Quizás va siendo hora de poner nombre a esta tierra,
aunque eso suponga su adiós.
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