Perdónenme que
insista en lo abrumador del paso del tiempo. Uno alcanza determinada edad,
apunta a definitivamente adulto, y los recuerdos parecen estrecharse en la
memoria, como si un acontecimiento nunca distara demasiado de otro. Por ese motivo,
cuando se revisita un libro querido, una noticia del periódico o un vídeo de
Internet, hay que atender bien a la fecha de publicación, no vaya a ser que nuestras
convicciones se hayan quedado, de pronto, obsoletas.
Sucede que el
eterno presente se vuelve rápidamente crónica y material para los chismes.
¿Quién iba a decirnos en los años noventa del siglo pasado -época desenfadada y
a todo color- que los inicios del nuevo mileno estarían marcados por el ataque
contra las Torres Gemelas, la crisis económica y el repunte del populismo? Ha
sido breve la celebración del sistema liberal y democrático después del
derrumbe del totalitarismo comunista. Poco han podido descansar los agoreros,
embravecidos siempre por la irrupción de nuevos dogmas.
Basta con echar
un vistazo a la Red y reencontrarse con antiguas intervenciones de jóvenes
entusiastas del 15M poniendo en entredicho el “Régimen del 78”, discutiendo
“los mitos de la Transición” y exigiendo la sovietización del lugar mientras
apuntalaban su particular politburó.
¡Qué frágil nos parecía entonces el sistema constitucional! ¡Qué prematuramente
envejecidos los portavoces en el Congreso! Una flamante generación de
idealistas prometía reconstruir los corruptos cimientos de la democracia en
España con batucadas y tiendas de campaña.
Un rato tan largo
llevábamos aquí con este percal revolucionario (y revolucionado) -amagos
independentistas incluidos-, que se nos llegó a olvidar cómo eran las cosas antes.
La aparente proximidad del cambio gracias a los nuevos partidos de redichos
treintañeros recolocó a todo el mundo en posiciones ideológicas extremas. La
conversación política se puso en valor y la farándula fue escorándose hacia el
compromiso (estigmatización del rival mediante). Esto parecía molar como a los
jóvenes poetas de hace unos años les molaba Bukowski mientras obviaban el feminismo.
Toda esta inflamación política era, evidentemente, inadmisible y
necesariamente breve. Ningún país soporta demasiado tiempo la incertidumbre de
la excepción. Suavizadas las ambiciones de los jóvenes morados y naranjas (la
de los periféricos, eso sí, nunca parecen suavizarse), la clase dirigente
barrunta una reedición de lo malo conocido; la concentración de las tendencias demagógicas
en dos bloques sin aventureros.
Pero, ¿cómo se ha logrado
desactivar el asalto al Palacio de Invierno? ¿Cómo se ha producido semejante
hazaña desde el poder? Sencillamente, con el empacho. Mucha política, demasiada
presencia mediática y bravuconadas. ¡Hasta golpes de estado! Y la vida en
directo de jóvenes que se acercan a la crisis de los cuarenta sin haberse
dedicado a ninguna otra actividad laboral o decente. Con estos ingredientes se cocina
el hartazgo del respetable. Ahora, nos conducen, de nuevo, hacia las urnas. Pero,
esta vez, sin la ilusión asamblearia. El bipartidismo más vulgar ha ganado su huelga a la japonesa.
* Columna publicada el 2 de Octubre de 2019 en El Diario Montañés
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