No sé si
a ustedes les pasará lo mismo, pero, en ocasiones, uno espera que todo
permanezca en un mismo lugar, sin cambios ni sorpresas. Es un sentimiento de
orden y un ruego imposible. A la trepidante mediocridad, al lenguaje del
espectáculo y de la corrección, podría oponérsele, así, la figura del artista
alejado del progreso, en una casa con jardín, junto a un bosque cómplice, entre
París y Versalles.
Peter
Handke ha ganado el Nobel de Literatura y nadie sabe cómo ha sido. La obra de Handke,
que cultivó durante años la imagen de ‘outsider’ y crítico de la posmodernidad,
creció en influencia, desde muy temprano, con ese aroma a premio gordo y a
perfil diseñado para brillar en un viaje a Suecia. La trama interrogativa, la imposible
comunicación de las experiencias íntimas y su ingenua veneración por la figura
del escritor como reliquia oracular no soportaron el peso de la política.
Durante
las guerras en la ex Yugoslavia, el autor austriaco, nostálgico hasta la
idealización de aquel país que instituyó la comunión de pueblos y creencias,
quiso alzarse en contra de la unanimidad anti-Serbia en Occidente. Su querencia
por el matiz, plasmada en el polémico ‘Un
viaje de invierno a los ríos Danubio, Save, Morava y Drina, o justicia para
Serbia’ (1996) no fue bien recibida por una opinión pública que ya no estaba
para poemas en prosa. La cultura también había cambiado.
Entregarse a la obra de Handke en esa época
de exilio interior -que ha durado hasta hace apenas dos años- reconciliaba al
lector con una palabra distinta, alejada de las urgencias del periodismo y las
campañas de engaños multitudinarios. Quizás, precisamente, por esa derrota del creador
en su camino hacia la inmortalidad, sus libros parecían más apetitosos,
custodios de una voz proscrita. Pero, hoy, el mundo ha perdonado a Peter
Handke. Y Peter Handke se ha dejado perdonar.
* Artículo publicado el 11 de Octubre de 2019 en El Diario Montañés
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