Murió Santos Juliá y uno lo recuerda en la Fundación Botín, hace
ya muchos años, en una tarde invernal de aquellas de antes, cuando Santander se
suspendía a partir del mes de septiembre. Uno era muy joven entonces y no
alcanza a recuperar todo lo dicho aquella tarde desapacible, en compañía de
unos pocos, pero algo sí se le quedó grabado como señal de atención o de
alarma: a saber, justo antes del inicio de la Guerra Civil, Falange y el
Partido Comunista - afirmaba Juliá- eran dos fuerzas alejadas de la lucha por
el poder; es decir, ambas simplemente aguardaban su momento en un segundo plano
respecto a las organizaciones que dominaron la política en la Segunda República.
El estallido del conflicto supuso, por tanto, que comunistas y
falangistas desempeñaran a partir de ese instante un papel fundamental en el
desarrollo de la represión en sus respectivas retaguardias. Y es que la
sustitución de la política por el campo de batalla donde, con descaro, se
permite y se jalea la exclusión (y exterminio) del prójimo, abre la veda para
los totalitarios de todos los órdenes; para el espíritu sacrificial que pudre los
mecanismos institucionales.
La secta en política recorre el mismo trayecto que cualquier
otro fanatismo religioso; de primeras, es necesario ocultar el programa máximo
del entramado bajo grandes cantidades de retórica. Recordarán ustedes, por
ejemplo, aquel episodio acontecido en Waco, Texas, en 1993, donde el mensaje de
consumo interno de la secta davidiana se resumía en el advenimiento de un nuevo
mesías, David Koresh. La realidad, sin embargo, era distinta: un control férreo
de las almas y los cuerpos de una feligresía dispuesta a morir y matar por su líder.
Este, perfectamente identificado como un ser venido del cielo, prefería
acostarse con las creyentes -en una exclusividad sexual de grueso trazo- y traficar
con armas de fuego mientras llegaba la Parusía.
Es, precisamente, el uso y el
dominio del lenguaje lo que distingue la victoria de la derrota en política y
en religión. Una vez superado el primer escollo de la caricatura y extendido el
cliché, es fácil seguir escalando posiciones, con la seguridad de que lo real
no va a entorpecer el camino hacia la cumbre. En Cataluña, sin ir más lejos, han
sido muchos años de uso incontrolado de frases como “revolución de las
sonrisas” o “derecho a decidir” para nombrar un movimiento de ideología
incompatible con un sistema de libertades. Y ha tenido que ser una vecina de
Barcelona de nombre Paula -y hoy en la diana de los independentistas y de toda
la autodenominada “izquierda transformadora”- la que reanimara en los medios la
relación entre palabra y realidad pasando por encima de tertulianos y políticos.
El proceso independentista, dijo Paula, busca “extranjerizar y poner una frontera donde no la había por
una razón etnolingüística”. Vamos, un mecanismo de destrucción, aunque se vista
de protesta.
* Columna publicada el 30 de Octubre de 2019 en El Diario Montañés
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