lunes, septiembre 29, 2014
Risto, Pablo y Marine
Frente a las promesas de revolución digital y democracia participada con las que se desayunan cada mañana los ciudadanos patrios, la televisión se mantiene imperturbable como Siddhartha bajo el árbol Bodhi. Pasan las décadas y ningún otro medio de comunicación ha conseguido aproximarse a su capacidad para reflejar las entrañas de un país, su morbo y hambre sacrificial. Internet, brinda, es cierto, conversación y caos, información a raudales y espejismo de libertad. Pero, la pequeña pantalla selecciona los discursos, filtra la realidad y la coloca en suerte. En política, es lo que importa. La gestión de las palabras. El poder. Esto lo han entendido perfectamente los partidos, que echan el resto en tertulias y programas de actualidad, gestionando periodistas e imponiendo argumentarios, mientras otros ensayan la lucha de clases en Twitter.
Algunos (pobres ilusos) creen que en España no hay un partido de extrema derecha operativo porque sus delirios los incorpora ya el Partido Popular. La realidad es que no existe porque su discurso no se acepta por los medios. Desconozco el número de veces que Marine Le Pen se enfrenta semanalmente a una entrevista tan hostil como la que le hizo Ana Pastor en La Sexta. No creo que muchas. Ya no, al menos.
Sucede, sin embargo, que este liderazgo televisivo puede acomodarse y caer en una suerte de rutina. La crisis proporciona nuevos temas de interés y excusas para la demagogia, pero exige enfoques novedosos que los directivos creen poder gestionar con el lenguaje que toman prestado de la Red. Se equivocan.
Para muestra, un botón: el portavoz y futuro líder de Podemos, Pablo Iglesias, fue entrevistado anoche por Risto Mejide, otro de esos profesionales a medio cambio entre la publicidad y la más absoluta de las miserias. El ex jurado de ‘Operación Triunfo’ se mueve con soltura entre conceptos como ‘marca’, ‘producto’ o ‘emprendedores’. Lleva gafas oscuras, con las que pretende inquietar al personal -y que son como la ceja de Zapatero, es decir, un emblema- y habla con una mezcla de chulería y cínica solemnidad para, en definitiva, no decir nada. Esta puesta en escena le funciona bien con gente de la farándula, jovencísimas militantes de Femen, asustadas por los focos, o artistas que no tienen mucho que aportar. Por ese motivo, pretendía ponerla en práctica con Iglesias. Un error monumental.
El flamante eurodiputado no es santo de mi devoción, pero siento por lo que está pasando. Se trata de un hombre que ha culminado lo que Rudi Dutschke llamaba la “larga marcha a través de las instituciones”, partiendo de los mismos platós por los que deambula Belén Esteban, echando mano, sí, de un discurso grandilocuente y efectista, pero siendo extraordinariamente eficaz. La cadena que emitió la entrevista la presentó como un duelo de egos, pero fue puro teatro. No hubo color, y eso es lo más interesante. Como político y profesor universitario, elocuente y capaz, Iglesias ya exige respeto y atención a sus palabras, pero todos siguen cegados por su despegue. De eso han pasado unos cuantos meses. ¿Lo asumirán sus adversarios? No parece probable. Mejide naufragó al jugar, una vez más, la carta de la epidermis. Que si Venezuela, que si su novia es de IU, que si la coleta… Hombre, por Dios. El cuestionario fue una mala broma. Pero, no hagamos leña.
La experiencia sirvió, al menos, para establecer la diferencia entre los fuegos de artificio y un rifle de asalto. Entre el envoltorio y la sustancia. Pablo Iglesias ha penetrado en la televisión para demoler su inercia frívola, aunque él mismo se haya beneficiado de ella. Sus enemigos lo han intentado todo: Marhuenda, Inda, Mejide… Todo en vano. La izquierda mediática, eso sí, lo adora hasta la vergüenza ajena, pero eso es pura supervivencia, mientras se decide el futuro del PSOE.
Programas como ‘Sálvame’, el de Mariló, o ‘Espejo público’ son lo que las empresas dominantes aún piensan de nosotros. Así nos ven: simples y cutres. Y sin nobleza, que ha sido su gran hallazgo. Pero, van a tener que darle una vuelta al tema.
A Pablo Iglesias sólo puede detenerle ya la política. La oportunidad de los presentadores estrella ha pasado. Ni Mejide, ni Teresa Campos, ni Jorge Javier son capaces de trascender la coleta. Lo han dado todo y merecen reconocimiento. Quizás, el miedo obligue a las grandes televisiones a oponerse políticamente, con argumentos, a esta revolución que camina y que avanza; a cambiar de lenguaje. Es posible que todos salgamos ganando con ello.
sábado, septiembre 27, 2014
Nota de corte
Los antiguos seres
humanos -no los contemporáneos, que, como todo el mundo sabe, son superhéroes- se
relacionaban con Dios como quien construye un dique frente a la terrible
naturaleza. La existencia, breve y cruel, discurría con fragilidad por un
entorno hostil, plagado de animales salvajes, imparable dolor de muelas y fuego
caído del cielo. La llamada ‘selección natural’ se experimentaba carnalmente
por nuestros antepasados, que asistían, estupefactos, a un espectáculo de luz y
sonido, con final infeliz.
En efecto, ni siquiera
hoy puede uno obviar la crueldad que expresa una leona acechando a la gacela
más enferma y vieja o la injusticia de un cáncer que ataca en silencio. Nuestra
civilización, sin embargo, es la primera experiencia netamente prosaica de la
historia. No hay explicación para la vida, ni conversación que la cuestione. La
gente nace, trabaja, habla de Podemos y muere, sin emitir una palabra más alta
que otra. Parecía imposible, pero aquí lo tienen.
No obstante, la
hipótesis de la divinidad podría ser cierta. En plena epopeya científica, su
defensa tiene, en principio, poco recorrido, pero, imaginen qué monumental
metedura de pata colectiva supondría despertarse en la tumba y descubrir que
Rouco tenía razón.
Esa aparición estelar
de Dios al final de la historia aporta, según afirman muchas tradiciones
piadosas, el jugoso añadido del Juicio. “¿Ahora qué, cretinos?”, sería la
primera frase. Y Richard Dawkins, echándose las manos a la cabeza y pidiendo
perdón a sus lectores. Menudo panorama.
El Juicio Final es un
episodio en el que he pensado a menudo. Sobre todo, cuando se me ha relatado la
vida y obra de personalidades como Teresa de Calcuta o Monseñor Romero. ¿Cuál
será la nota de corte, la referencia que utilizará Dios para salvar o condenar?
Esa pregunta tiene jugo ¿Rebajará el Eterno sus expectativas para colocarse a
la altura del ciudadano medio, amante del fútbol, la buena mesa y la familia? ¿Se
pondrá estupendo y escogerá a unos pocos beatos? He vuelto a pensar en ello a
raíz del reciente brote de Ébola en África. Tras la muerte de Miguel Pajares,
el primer religioso español infectado por el virus, escribí en Facebook:
“Pues
bien, yo no soy católico. De hecho, como español no comulgante, mi relación con
la Iglesia parte de la indiferencia para situarse, a menudo, en el terreno de la indignación. No soy, pienso, alguien extraño.
Razones para alejarse de esta institución hay a montones: una historia de
romances con el poder más reaccionario, su discurso misógino y antimoderno, el
abismo que separa el mensaje original de su concreción histórica...
Sin embargo, sucede que la crítica
justa a veces se confunde con el fango cotidiano de la confrontación política.
El caso del sacerdote Miguel Pajares, fallecido hoy en Madrid a causa del
Ébola, es paradigmático. Más allá del debate adulto, en el que se cuestiona la
prudencia de traer la enfermedad a Europa o la diferencia en el trato con otros
enfermos españoles en el extranjero -así como el gasto de la operación de
rescate-, algunos han hablado de Dios y de martirio. Se ha llegado a decir (no
sin hiriente sarcasmo, por parte de algunos no católicos especialmente
combativos) que Pajares era un mal cura por no aceptar la voluntad del Señor y
por no dejarse morir. Otros rechazan que hubiese ido a África para “poner
tiritas” y proclamar su mensaje religioso. Nuestra moderna sociedad, para la
que el ámbito sagrado inspira, en el mejor de los casos, sospecha, se enfrenta
al hecho religioso con una mirada exclusivamente partidista, sin humanidad ni
moral. Sin reflexión.
En definitiva, se trataría de
responder a las siguientes preguntas: ¿Puede achacarse algo a un hombre que ha
sufrido una devastadora infección mientras trataba de paliar el dolor de los
desfavorecidos en un continente cada vez más olvidado, más roto? ¿Seremos tan
osados de formular chistes desde nuestra España (palaciega, a pesar de todas
sus crisis), a salvo del vertedero desde el que voló el religioso? ¿Tendremos
el valor de acusar al sacerdote de abandonar a sus compañeros enfermos?
¿Negaremos que el miedo es humano, y más si crece en el corazón de un hombre al
borde de la muerte? ¿Seremos tan hijos de la gran puta?”
El reciente
fallecimiento, por la misma causa, del sacerdote Manuel García Viejo me ha
devuelto el interés por este asunto. Resulta curioso comprobar cómo la atención
que suscitó la primera repatriación -esas dudas sobre la conveniencia y el
gasto que asumía el estado, no exentas, en ocasiones, de mal gusto- simplemente
no ha existido en la segunda. La muerte de este hombre, ya fuera del foco
político, ha pasado sin pena ni gloria. Lejos queda ya el tiempo franquista de
la hagiografía y el recogimiento. Bien está, pero, ¿no es preocupante que una
vida dedicada al servicio a los más desfavorecidos no le diga absolutamente
nada a la población actual? ¿Es normal que no nos detengamos un momento a
valorar esa labor, a admirar su compromiso hasta la muerte?
Quizás, el posible Dios
no tenga en cuenta estas debilidades y opte por destacar a la ‘buena gente’,
eso tan español. Pero no podría haber queja si prefiriese colocar en el centro
a los que, en un tiempo de política y emprendedores, se preocuparon de los que,
simplemente, no cuentan.
Ese darse de bruces con
el dolor, gestionarlo personalmente; limpiar las heridas, consolar al enfermo,
acompañarlo hasta el últimos suspiro, contagiarse. Vocación que no se reconoce
en esta era de manifestaciones y telecomunicaciones; en este orden en el que
Dios no debe existir. No vaya a ser que se ponga exigente y nos sorprenda con
su desprecio.
jueves, septiembre 25, 2014
Tóxicos
El gran divulgador del
budismo zen en Occidente, el japonés Taisen Deshimaru, advertía a sus
estudiantes contra los delirios de la práctica religiosa. Hablando de la
iluminación, aseguraba: “Si alguien dice “tengo el Satori” es que está loco”. La
tentación del resultado, de cruzar la meta en solitario y pretender caminar
sobre la tierra de los dioses. El maestro continuaba: “el Satori es el estado
normal”. Y: “no es necesario pensar sobre el Satori”. Como occidentales
embebidos en la esperanza mesiánica (o en los reflejos políticos que transitan
desde su negación), estas palabras nos pueden sonar, quizás, demasiado
prosaicas o rutinarias. En mi opinión, señalan algo fundamental: la
desconfianza hacia quienes desean controlar la realidad, y fingen comprenderla
mejor que nadie. El placer por lo real.
Vivimos en una época interesante. Sin una iglesia oficial que domine las conciencias, y, a falta de un relato comulgado unánimemente, los discursos se atropellan en la plaza
pública, se discuten los males de la sociedad y se enarbolan banderas y
soluciones con vehemencia. Desde la Ilustración, el ser humano ha pretendido
rebajar las expectativas de la existencia, y ha pasado de ordenar la vida según
disposiciones irracionales o míticas, a enfrentarse a la realidad tal y como es.
Sin duda, un gran desafío. El respeto entre ciudadanos iguales frente a la
santidad. No es poca cosa.
Pero, el golpe que se
le dio al dogma no fue definitivo. Posiblemente, se trata de una aspiración
inseparable del hecho humano, algo que mantiene la tensión contra lo existente.
He pensado últimamente en ello, tras leer varios artículos -ideológicamente
contrapuestos- en diferentes publicaciones digitales. En uno de ellos, se criticaba
el discurso que la actriz Emma Watson pronunció recientemente en la ONU. La
autora, una feminista radical, lo tachaba de blando y conciliador, de
insuficientemente crítico con el “heteropatriarcado capitalista”.
Otro, en la revista
Forbes, indicaba a los padres la mejor manera de convertir a sus hijos en
líderes. No voy a entrar a discutir el fondo de ambos textos. Me limito a
mostrar mi sorpresa ante lo que tienen de pretenciosos, ante su forma de
aspirar al ‘hombre y la mujer nuevos’, despojados de males y perfectamente
adaptados a los tiempos modernos.
Hay un fondo de
disgusto, de incomodidad. La convivencia no nos basta, ni la construcción
desapasionada del mundo. Desde su punto de vista, todo problema supone un síntoma
del mal encaje de las cosas. Unos quieren convertir a sus hijos en consejeros
delegados de grandes empresas. Otros, prepararlos para la Revolución. Siempre
las grandes ideas tóxicas, empapando la cordura, demostrando la imposibilidad
de la acción. Negando, en definitiva, la razón del ciudadano. El presente, sin
iluminación que nos confirme.
martes, septiembre 23, 2014
Regeneración
De un tiempo a esta
parte, vengo pensando intensamente en la llamada ‘regeneración democrática’. Habría
mucho que decir sobre el asunto, pero mi conclusión provisional es que, al
menos en España, esta quimera no centra sus aspiraciones tanto en elevar al
vecino a la categoría de ciudadano, como en rebajar al ciudadano a la categoría
de masa. Lo primero, desde luego, exige un adecuado sustrato social y económico,
responsabilidad gestora, movimientos prosaicos y cierto respeto hacia el
prójimo. Lo segundo es lo que hay: la comprensión de la política como un
elemento de ficción, como una batalla audiovisual de dimes y diretes. La
cotidianidad de la administración únicamente se aborda parcialmente, hay mucho
desgaste en el envoltorio y un desapego radical hacia el contribuyente.
Sería osado por mi
parte echar mano de aquellas teorías que señalan al carácter gregario del
catolicismo (frente a la autonomía individual que propone la Reforma) como
causa de los límites ibéricos. Habrá expertos que las confirmen o las desmientan.
Sin embargo, parece evidente que el español vive de comulgar, ya sea con obleas
o con partidos. La necesidad de vincularse a un mensaje simple y repetitivo, a
un discurso grandilocuente y esencial, forma parte del carácter político de
nuestra época. La “democracia frívola”, de la que hablaba recientemente un famoso
articulista, que se quiere activar para responder a cuestiones que poco tienen
que ver con la problemática diaria. Esas veleidades territoriales, esos cambios
de régimen y reformas constitucionales, acaso innecesarias para la resolución
eficaz de los problemas.
No lo duden, son las
preguntas las que ponen en riesgo a la realidad, no las respuestas. Se trata de
la perniciosa inclinación patria por la metafísica, por la nostalgia y el
puñetazo encima de la mesa. Las propuestas de gritos, más que de convicciones.
Tradicionalmente, los partidos españoles han comprendido que esta perspectiva
es la que funciona: el lío, la confrontación y la violencia verbal. Las
opciones que demandan reformas democráticas y reclaman mayor espacio para la
sociedad civil fracasan frente a los de siempre. Y no sólo frente a ellos.
También caen derrotadas por los que navegan como nadie sobre las aguas
turbulentas y enarbolan el desencanto como una guillotina.
viernes, septiembre 19, 2014
El 'No'
I
Celebraba ayer Twitter la consulta escocesa, como si las urnas las hubiera colocado en suerte el mismísimo Pericles. El futuro, venían a decir los usuarios patrios, nos llega en falda y chubasquero, desde la Europa fetén hacia esta Iberia infestada de fachas. Menos lobos, pienso. Hoy, el primer ministro, David Cameron, ha defendido el ‘café para todos’ -¿se acuerdan?-, prometiendo más autonomía a los territorios que conforman el Reino Unido. Por supuesto, ya se ha despertado cierta inquietud por aquella cosa de la igualdad, en la que algunos (benditos sean) aún confían.
La victoria del ‘No’ tiene, en resumen, poco recorrido. Lo importante viene a partir de ahora. Los independentistas -semejantes en todas las latitudes- son expertos en el amago, que es tanto como decir que ganan siempre. La amenaza permanece intacta, y Londres deberá asumir la existencia de un nacionalismo latente, capaz en cualquier momento de hacer volar el país. Será interesante observar cómo se gestiona esta situación desde un estado, en principio, más serio que el nuestro (‘balconing’ aparte). Para su fortuna, el Reino Unido aún conserva ases en la manga para negociar. Puede prometer y conceder más autonomía de gestión, competencias en impuestos y qué se yo. Madrid gastó esas cartas a las primeras de cambio.
Es posible que la diferencia entre nuestros países sea la misma que existe entre aplicar un tratamiento no curativo, pero que prolonga la vida, y rezar. Aquí ya rezamos, porque el virus del nacionalismo periférico goza en España de magnífica salud y dominio en el discurso. Los escoceses (corderitos) necesitan aún mucha ingeniera social, un par de generaciones educadas en el odio a lo inglés y voracidad en las exigencias. Deberían darse una vuelta por España, para aprender del futuro, digo.
II
¿Tenéis clara vuestra identidad? ¿Podéis convertir vuestra nacionalidad, religión, vuestros gustos sexuales y opiniones políticas, en una respuesta, en un sí o un no? Id pensando en ello, porque os lo van a preguntar. Penetramos en la oscura época de las etiquetas; un tiempo superficialmente democrático, en el que acechan, agazapadas, las tendencias segregadoras de siempre. Levantar fronteras, escindir, separar lo que está unido, bajo la máscara de la libertad, se convierte en tendencia, en acción. No lo dudéis: de aquí a unos pocos años, todos estaremos obligados a comulgar con una u otra iglesia, con una u otra patria o partido. Seremos tribus, orgullosas de haber desactivado la tentación cosmopolita, la convivencia.
Hoy, Escocia. Mañana: Cataluña, País Vasco, Padania, Córcega… Sujetad bien vuestra identidad, no la soltéis. Sabed que vuestro vecino, que se apellida diferente, habla distinto y nació lejos, puede ser un obstáculo para el amanecer colectivo que aguardáis con júbilo. Se acaba el respeto -el único ingrediente válido para construir comunidad- de la sociedad abierta, el vivir juntos. Quizás nunca haya cuajado del todo. Hemos vivido de ilusiones. Recoged las banderas, que se acabó la fiesta.
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