Los antiguos seres
humanos -no los contemporáneos, que, como todo el mundo sabe, son superhéroes- se
relacionaban con Dios como quien construye un dique frente a la terrible
naturaleza. La existencia, breve y cruel, discurría con fragilidad por un
entorno hostil, plagado de animales salvajes, imparable dolor de muelas y fuego
caído del cielo. La llamada ‘selección natural’ se experimentaba carnalmente
por nuestros antepasados, que asistían, estupefactos, a un espectáculo de luz y
sonido, con final infeliz.
En efecto, ni siquiera
hoy puede uno obviar la crueldad que expresa una leona acechando a la gacela
más enferma y vieja o la injusticia de un cáncer que ataca en silencio. Nuestra
civilización, sin embargo, es la primera experiencia netamente prosaica de la
historia. No hay explicación para la vida, ni conversación que la cuestione. La
gente nace, trabaja, habla de Podemos y muere, sin emitir una palabra más alta
que otra. Parecía imposible, pero aquí lo tienen.
No obstante, la
hipótesis de la divinidad podría ser cierta. En plena epopeya científica, su
defensa tiene, en principio, poco recorrido, pero, imaginen qué monumental
metedura de pata colectiva supondría despertarse en la tumba y descubrir que
Rouco tenía razón.
Esa aparición estelar
de Dios al final de la historia aporta, según afirman muchas tradiciones
piadosas, el jugoso añadido del Juicio. “¿Ahora qué, cretinos?”, sería la
primera frase. Y Richard Dawkins, echándose las manos a la cabeza y pidiendo
perdón a sus lectores. Menudo panorama.
El Juicio Final es un
episodio en el que he pensado a menudo. Sobre todo, cuando se me ha relatado la
vida y obra de personalidades como Teresa de Calcuta o Monseñor Romero. ¿Cuál
será la nota de corte, la referencia que utilizará Dios para salvar o condenar?
Esa pregunta tiene jugo ¿Rebajará el Eterno sus expectativas para colocarse a
la altura del ciudadano medio, amante del fútbol, la buena mesa y la familia? ¿Se
pondrá estupendo y escogerá a unos pocos beatos? He vuelto a pensar en ello a
raíz del reciente brote de Ébola en África. Tras la muerte de Miguel Pajares,
el primer religioso español infectado por el virus, escribí en Facebook:
“Pues
bien, yo no soy católico. De hecho, como español no comulgante, mi relación con
la Iglesia parte de la indiferencia para situarse, a menudo, en el terreno de la indignación. No soy, pienso, alguien extraño.
Razones para alejarse de esta institución hay a montones: una historia de
romances con el poder más reaccionario, su discurso misógino y antimoderno, el
abismo que separa el mensaje original de su concreción histórica...
Sin embargo, sucede que la crítica
justa a veces se confunde con el fango cotidiano de la confrontación política.
El caso del sacerdote Miguel Pajares, fallecido hoy en Madrid a causa del
Ébola, es paradigmático. Más allá del debate adulto, en el que se cuestiona la
prudencia de traer la enfermedad a Europa o la diferencia en el trato con otros
enfermos españoles en el extranjero -así como el gasto de la operación de
rescate-, algunos han hablado de Dios y de martirio. Se ha llegado a decir (no
sin hiriente sarcasmo, por parte de algunos no católicos especialmente
combativos) que Pajares era un mal cura por no aceptar la voluntad del Señor y
por no dejarse morir. Otros rechazan que hubiese ido a África para “poner
tiritas” y proclamar su mensaje religioso. Nuestra moderna sociedad, para la
que el ámbito sagrado inspira, en el mejor de los casos, sospecha, se enfrenta
al hecho religioso con una mirada exclusivamente partidista, sin humanidad ni
moral. Sin reflexión.
En definitiva, se trataría de
responder a las siguientes preguntas: ¿Puede achacarse algo a un hombre que ha
sufrido una devastadora infección mientras trataba de paliar el dolor de los
desfavorecidos en un continente cada vez más olvidado, más roto? ¿Seremos tan
osados de formular chistes desde nuestra España (palaciega, a pesar de todas
sus crisis), a salvo del vertedero desde el que voló el religioso? ¿Tendremos
el valor de acusar al sacerdote de abandonar a sus compañeros enfermos?
¿Negaremos que el miedo es humano, y más si crece en el corazón de un hombre al
borde de la muerte? ¿Seremos tan hijos de la gran puta?”
El reciente
fallecimiento, por la misma causa, del sacerdote Manuel García Viejo me ha
devuelto el interés por este asunto. Resulta curioso comprobar cómo la atención
que suscitó la primera repatriación -esas dudas sobre la conveniencia y el
gasto que asumía el estado, no exentas, en ocasiones, de mal gusto- simplemente
no ha existido en la segunda. La muerte de este hombre, ya fuera del foco
político, ha pasado sin pena ni gloria. Lejos queda ya el tiempo franquista de
la hagiografía y el recogimiento. Bien está, pero, ¿no es preocupante que una
vida dedicada al servicio a los más desfavorecidos no le diga absolutamente
nada a la población actual? ¿Es normal que no nos detengamos un momento a
valorar esa labor, a admirar su compromiso hasta la muerte?
Quizás, el posible Dios
no tenga en cuenta estas debilidades y opte por destacar a la ‘buena gente’,
eso tan español. Pero no podría haber queja si prefiriese colocar en el centro
a los que, en un tiempo de política y emprendedores, se preocuparon de los que,
simplemente, no cuentan.
Ese darse de bruces con
el dolor, gestionarlo personalmente; limpiar las heridas, consolar al enfermo,
acompañarlo hasta el últimos suspiro, contagiarse. Vocación que no se reconoce
en esta era de manifestaciones y telecomunicaciones; en este orden en el que
Dios no debe existir. No vaya a ser que se ponga exigente y nos sorprenda con
su desprecio.
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