El gran divulgador del
budismo zen en Occidente, el japonés Taisen Deshimaru, advertía a sus
estudiantes contra los delirios de la práctica religiosa. Hablando de la
iluminación, aseguraba: “Si alguien dice “tengo el Satori” es que está loco”. La
tentación del resultado, de cruzar la meta en solitario y pretender caminar
sobre la tierra de los dioses. El maestro continuaba: “el Satori es el estado
normal”. Y: “no es necesario pensar sobre el Satori”. Como occidentales
embebidos en la esperanza mesiánica (o en los reflejos políticos que transitan
desde su negación), estas palabras nos pueden sonar, quizás, demasiado
prosaicas o rutinarias. En mi opinión, señalan algo fundamental: la
desconfianza hacia quienes desean controlar la realidad, y fingen comprenderla
mejor que nadie. El placer por lo real.
Vivimos en una época interesante. Sin una iglesia oficial que domine las conciencias, y, a falta de un relato comulgado unánimemente, los discursos se atropellan en la plaza
pública, se discuten los males de la sociedad y se enarbolan banderas y
soluciones con vehemencia. Desde la Ilustración, el ser humano ha pretendido
rebajar las expectativas de la existencia, y ha pasado de ordenar la vida según
disposiciones irracionales o míticas, a enfrentarse a la realidad tal y como es.
Sin duda, un gran desafío. El respeto entre ciudadanos iguales frente a la
santidad. No es poca cosa.
Pero, el golpe que se
le dio al dogma no fue definitivo. Posiblemente, se trata de una aspiración
inseparable del hecho humano, algo que mantiene la tensión contra lo existente.
He pensado últimamente en ello, tras leer varios artículos -ideológicamente
contrapuestos- en diferentes publicaciones digitales. En uno de ellos, se criticaba
el discurso que la actriz Emma Watson pronunció recientemente en la ONU. La
autora, una feminista radical, lo tachaba de blando y conciliador, de
insuficientemente crítico con el “heteropatriarcado capitalista”.
Otro, en la revista
Forbes, indicaba a los padres la mejor manera de convertir a sus hijos en
líderes. No voy a entrar a discutir el fondo de ambos textos. Me limito a
mostrar mi sorpresa ante lo que tienen de pretenciosos, ante su forma de
aspirar al ‘hombre y la mujer nuevos’, despojados de males y perfectamente
adaptados a los tiempos modernos.
Hay un fondo de
disgusto, de incomodidad. La convivencia no nos basta, ni la construcción
desapasionada del mundo. Desde su punto de vista, todo problema supone un síntoma
del mal encaje de las cosas. Unos quieren convertir a sus hijos en consejeros
delegados de grandes empresas. Otros, prepararlos para la Revolución. Siempre
las grandes ideas tóxicas, empapando la cordura, demostrando la imposibilidad
de la acción. Negando, en definitiva, la razón del ciudadano. El presente, sin
iluminación que nos confirme.
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