De un tiempo a esta
parte, vengo pensando intensamente en la llamada ‘regeneración democrática’. Habría
mucho que decir sobre el asunto, pero mi conclusión provisional es que, al
menos en España, esta quimera no centra sus aspiraciones tanto en elevar al
vecino a la categoría de ciudadano, como en rebajar al ciudadano a la categoría
de masa. Lo primero, desde luego, exige un adecuado sustrato social y económico,
responsabilidad gestora, movimientos prosaicos y cierto respeto hacia el
prójimo. Lo segundo es lo que hay: la comprensión de la política como un
elemento de ficción, como una batalla audiovisual de dimes y diretes. La
cotidianidad de la administración únicamente se aborda parcialmente, hay mucho
desgaste en el envoltorio y un desapego radical hacia el contribuyente.
Sería osado por mi
parte echar mano de aquellas teorías que señalan al carácter gregario del
catolicismo (frente a la autonomía individual que propone la Reforma) como
causa de los límites ibéricos. Habrá expertos que las confirmen o las desmientan.
Sin embargo, parece evidente que el español vive de comulgar, ya sea con obleas
o con partidos. La necesidad de vincularse a un mensaje simple y repetitivo, a
un discurso grandilocuente y esencial, forma parte del carácter político de
nuestra época. La “democracia frívola”, de la que hablaba recientemente un famoso
articulista, que se quiere activar para responder a cuestiones que poco tienen
que ver con la problemática diaria. Esas veleidades territoriales, esos cambios
de régimen y reformas constitucionales, acaso innecesarias para la resolución
eficaz de los problemas.
No lo duden, son las
preguntas las que ponen en riesgo a la realidad, no las respuestas. Se trata de
la perniciosa inclinación patria por la metafísica, por la nostalgia y el
puñetazo encima de la mesa. Las propuestas de gritos, más que de convicciones.
Tradicionalmente, los partidos españoles han comprendido que esta perspectiva
es la que funciona: el lío, la confrontación y la violencia verbal. Las
opciones que demandan reformas democráticas y reclaman mayor espacio para la
sociedad civil fracasan frente a los de siempre. Y no sólo frente a ellos.
También caen derrotadas por los que navegan como nadie sobre las aguas
turbulentas y enarbolan el desencanto como una guillotina.
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