martes, diciembre 30, 2014

Mitos





No sé cómo funcionará la cosa en el resto de Cantabria, pero en Santander, al menos, tengo claro que la mitología no sirve. Y no hablo sólo de la manera en la que el Ojáncano, las anjanas o los nuberos influyen sobre las generaciones más jóvenes del territorio -doy por sentado que no influyen en absoluto-. Me refiero también a relatos más próximos, a los “mitos fundadores” (hablando la neolengua revolucionaria que abunda en las redes), que dan sentido al presente y justifican el orden económico y social imperante. No cuentan para nada, como tampoco lo hacen otras historias locales (los patronos mártires San Celedonio y San Emeterio, por ejemplo). La tradición oral cae bajo el ataque de la política. Sucede en todo el país. No hay que asustarse especialmente.  

Yo no soy un especialista en Antropología de la Religión, pero imagino que la función del mito es, precisamente, justificar un fenómeno existente, que es familiar y cotidiano, otorgándole un origen sobrenatural o una razón de ser con moraleja. Más o menos, para lo que servía un relato como el de Aracne en la Grecia clásica. Uno ve una araña y la vincula con los celos de Atenea. Las arañas existen; el mito es el relato que una determinada sociedad se cuenta para explicarlas. Para explicarse.

En el último programa emitido de Fort Apache, espacio dirigido por el secretario general de Podemos, Pablo Iglesias, se habló de la necesidad de elaborar un mito nuevo, que sustituya en nuestros corazones al de la Transición, y que sirva para reflejar lo que la nueva España quiere ser. Yo, sin entrar en este asunto, también deseo contribuir con un mito que explique a mi ciudad, que dé razones de algo que me obsesiona y me hace creer en los demonios. 

Hablo, desde luego, de dos características de mis conciudadanos que cada día me sorprenden más y que atribuyo a la influencia de algún espíritu maligno. A saber, Santander debe de ser una de las pocas ciudades con puerto del mundo occidental, en la que prácticamente ningún comerciante habla idiomas y donde la norma general en las tiendas es la antipatía desde el momento que se atraviesa el umbral. Extraño, ¿verdad? Una localidad, capital de comunidad autónoma, pegada al mar y que recibe semanalmente la visita de un ferry repleto de ingleses, donde todo funciona a un ritmo distinto, melancólico, de evidente clasismo en decadencia. 

Porque, no nos engañemos, se percibe un desprecio en el comerciante, como en los más anticuados elfos domésticos de Harry Potter, que lamentaban tener que atender a los ‘sangresucias’. Parece como si, en cualquier momento, te fueran a apartar de un empujón para dejar paso a una dieciochesca y empolvada Marisa Berenson (encarnando a Lady Lyndon, evidentemente), que es quien merece realmente el género. La nostalgia burguesa, la altivez del apellido, que se nota desde el colegio… ¡Claro que se nota!

En algunos bares, te piden que te levantes de tu silla para dársela a otros clientes, quizás más queridos o respetados. En una conocida tienda de ropa, han contratado a un hombre negro al que visten de mayordomo y sitúan en la puerta para que salude a los que entran -en verano, coincidiendo con la feria taurina, le visten de torero, o de futbolista si hay Mundial-. Hace años, un amigo leonés, recién mudado a Santander, estaba convencido de que le confundían con algún miserable o moroso en los comercios locales, por lo mal que lo trataban. No es raro encontrarse con vendedores que, sin conocerte, te dicen: “Uy, quizás eso se va de tu presupuesto”. Ese mirar de arriba abajo con desgana. Mi ciudad.  

Siempre ha habido en el burgués una añoranza aristocrática, una querencia elitista que en algunos lugares se mantiene como un oasis, como el Edén. La defensa contra las masas con dinero. La preferencia por los pocos individuos con mucho pasado y por las tiendas de decoración o de cerámica. La explicación materialista es siempre más aburrida. ¿Qué quieren que les diga? Yo prefiero pensar en una bruja mala, que, furiosa por no haber sido invitada a una recepción real en La Magdalena, lanzó un maleficio contra la ciudad: “Las calles serán tristes”. A la espera del típico milagro de la Navidad, con algún niño ofreciendo una sonrisa a los viejos Scrooge santanderinos. 

O, al menos, que lleguen otros y vendan mejor.           

sábado, diciembre 27, 2014

Socialistas





A partir del 15M, esa gran eucaristía madrileña, se activó en España un discurso, en principio marginal que, poco a poco, ha ido conquistando los corazones patrios. La cosa empezó en la Puerta del Sol con aquello del “No nos representan”. Éramos más jóvenes y más felices. La tienda de campaña dio paso a Mariano Rajoy y, claro, los acontecimientos se precipitaron. El siguiente movimiento no exigía demasiado esfuerzo. Este país, que carece de cultura democrática -y ha sustituido el dogma que llega del púlpito por el eslogan que se grita en el mitin y se reproduce en Twitter-, es permeable a cualquier cosa, con tal de que suponga ortodoxia secular en estado de gran pureza. Lo importante es no pensar, no matizar. La facilidad, en definitiva. Pronto, convencieron al personal de que la derecha en España no representa “otra opción ideológica”, sino el mal absoluto, y de que el Partido Popular no es un grupo organizado de incompetentes, sino una mafia travestida de fuerza política.

Una vez que la crispación callejera alcanzó sus últimos objetivos mediáticos, la intensidad rebelde cristalizó en un nuevo partido político. Desde entonces, ya sólo quedaba el PSOE como enemigo a batir. Al ser un partido socialdemócrata, que se alimenta de cierta demagogia obrerista, desdibujada por la necesidad de atraer a las clases medias ‘progres’ -es decir, útil-, encajó mal el golpe. Su decisión de jugar la carta radical le ha salido rana. Hubo un momento en el que resultaba difícil distinguir a los revolucionarios de los de Ferraz. En las redes sociales, compartían las mismas fotos, el mismo desprecio por el neoliberalismo voraz. El mismo odio a Dolores de Cospedal.  

Pero, ¡ah amigo!, la siguiente fase no ha sido en absoluto agradable. Los radicales necesitan ahora pescar en el caladero del PSOE. Les sobran el puño y la rosa. Hoy, curiosamente, los socialistas lloran por las esquinas la “injusta” comparación que los comisarios políticos de nuevo cuño establecen entre ellos y la terrible derecha. “No somos lo mismo”, replican. Lamentablemente, como en el poema del pastor luterano Martin Niemöller (equivocadamente atribuido a Brecht), “ya no queda nadie que pueda protestar”.

Lo cual no deja de ser curioso.           

lunes, diciembre 22, 2014

Conservadores






La primera vez que me topé con un conservador fue en 1999 en Lancaster, Pennsylvania. Me refiero a que conocí a alguien orgulloso de serlo, que se definía a sí mismo como tal y que, en definitiva, respetaba los valores familiares de la ‘mayoría moral’ estadounidense. Imagino que en España habría también conservadores por aquella época -primera legislatura Aznar-, pero creo recordar que el PP aún transitaba el delirio de los ‘centro-reformistas’, con un presidente que hablaba catalán en la intimidad y leía a Azaña. El conservadurismo, o, para ser más exactos, la derecha patria representaba ya un tabú político, capaz de ganar elecciones pero inútil para oponer ideas y valores a la izquierda mediática dominante. 

El orgulloso en cuestión era el padre de familia del hogar donde me hospedaba en verano para aprender inglés. Su esposa y él abordaban con total desparpajo en mi presencia todo tipo de asuntos espinosos. Un día me dijeron que el pastor de su iglesia les había animado a utilizar métodos anticonceptivos tras el nacimiento de su quinto hijo. De lo contrario, me aseguraron sonrientes, habrían seguido echando el resto en la procreación a la espera de la Segunda Venida. 

Yo pasaba largas horas en la cocina, charlando con la mujer de esto y de aquello, mientras el marido afrontaba interminables turnos en el trabajo. Como manda el estereotipo, se trataba de una gran señora extrovertida y simpática. Debí de caerle bien, porque, en cierta ocasión, me dijo que, pese a ser yo católico, podría salvarme si era buena gente. A veces, pelábamos maíz en el porche, o le ayudaba a preparar la comida. Era un hogar humilde, basado en principios intensamente religiosos. Creo que me consideraban una especie de indígena de un país extraño, pero con posibilidades de conversión.

En aquellos años, yo me las daba de sabelotodo ‘comecuras’ y visceral antiamericano, por lo que escuchaba a mis anfitriones con cierta condescendencia. Su forma de vida me parecía cómicamente desfasada. Eran, me parece, presbiterianos. Los domingos me llevaban a la iglesia, que no era como la española (media hora y para casa). Allí uno podía pasarse toda la mañana, en la ‘Sunday school’, una especie de catequesis en la que hablaban del diablo y de los peligros del satanismo. Nada de “Jesús es tu colega”, tan habitual en la educación católica posterior al Vaticano II. Allí la cosa iba en serio. 

Uno de sus compañeros feligreses que, a diferencia de ellos, tenía claro que España era un país “cercano a Portugal”, me relató, una tarde, su conversión a esa rama del protestantismo, tras abandonar la Iglesia Católica. Su testimonio, imagino, quisieron utilizarlo para demostrarme que ancha es América. El tipo, muy serio, confesó que uno los motivos para su tránsito religioso fue el descubrimiento de que los presbiterianos creían en el sexo “también por diversión”, y no únicamente para poblar la tierra de creyentes. 

Me sorprendió mucho su discurso. Yo venía de un país donde sólo había católicos, excatólicos, y católicos a su manera. En España, uno podía encontrarse gente del Opus, o de la Teología de la Liberación. Creyentes que veían a Jesús como un cruzado matamoros o como al Che Guevara. En realidad, se justificaba todo: el uso del preservativo, el matrimonio homosexual, el aborto, el Alzamiento Nacional… sin prestar demasiada atención al magisterio de la Iglesia. En Pennsylvania, por el contrario, las cosas se tomaban con responsabilidad. Al menos, había ofertas. Uno podía ser cuáquero, amish, luterano… Los conflictos religiosos se encaraban con rigor, sin caer en la soberbia del que ignora la pluralidad del mundo. 

Esta mañana, asistí en el autobús a una conversación entre dos hombres que hablaban del bautismo. Uno de ellos decía, muy serio, que no se puede recibir ese sacramento de cualquier manera, por lo que era imprescindible que el creyente llegase a él con pleno conocimiento de su significado. “Así lo dice la Biblia”, aseguró. Es interesante escuchar diálogos de este tipo en una sociedad tan secularizada como la española, en la que el debate religioso no tiene ninguna operatividad pública más allá del folclore. Por supuesto, su discurso no era católico. Pese a no serlo yo tampoco, me sentí incómodo. La falta de costumbre, pensé, o, quizás, algún rastro de mi educación teresiana que me lleva inconscientemente a rechazar propuestas protestantes. 

Lo que me tranquilizó después fue la idea de que, en realidad, mi malestar se debe, más bien, al proselitismo activo de la religión, no tanto a su filosofía o valor moral. Esa pretensión de liderazgo espiritual, que lleva, en este caso a los cristianos, a considerarse la élite del mundo; a creer que conocen a Dios mejor que los demás. No lo sé… Es posible que esté tratando de justificarme porque yo también soy víctima de esta sociedad uniforme que padecemos, donde no hay protestantes, ni judíos, ni musulmanes, ni budistas, ni conservadores, ni nada. Donde todo el mundo está indignado y, a la vez, enamorado de la socialdemocracia. Donde uno bebe ginebra y ve series como ‘Juego de tronos’ o ‘Breaking Bad’, tras compartir en Facebook el último vídeo canalla de Wyoming. En la que, en resumen, el Otro no existe más como espejismo amenazante que nos hará caer si le abrimos paso. Ese miedo a la libertad, esa ortodoxia, que aún avanza bajo palio.