No sé cómo funcionará la
cosa en el resto de Cantabria, pero en Santander, al menos, tengo claro que la
mitología no sirve. Y no hablo sólo de la manera en la que el Ojáncano, las
anjanas o los nuberos influyen sobre las generaciones más jóvenes del
territorio -doy por sentado que no influyen en absoluto-. Me refiero también a
relatos más próximos, a los “mitos fundadores” (hablando la neolengua
revolucionaria que abunda en las redes), que dan sentido al presente y
justifican el orden económico y social imperante. No cuentan para nada, como
tampoco lo hacen otras historias locales (los patronos mártires San Celedonio y
San Emeterio, por ejemplo). La tradición oral cae bajo el ataque de la política.
Sucede en todo el país. No hay que asustarse especialmente.
Yo no soy un especialista en
Antropología de la Religión, pero imagino que la función del mito es,
precisamente, justificar un fenómeno existente, que es familiar y cotidiano,
otorgándole un origen sobrenatural o una razón de ser con moraleja. Más o
menos, para lo que servía un relato como el de Aracne en la Grecia clásica. Uno
ve una araña y la vincula con los celos de Atenea. Las arañas existen; el mito
es el relato que una determinada sociedad se cuenta para explicarlas. Para explicarse.
En el último programa
emitido de Fort Apache, espacio dirigido por el secretario general de Podemos,
Pablo Iglesias, se habló de la necesidad de elaborar un mito nuevo, que
sustituya en nuestros corazones al de la Transición, y que sirva para reflejar
lo que la nueva España quiere ser. Yo, sin entrar en este asunto, también deseo
contribuir con un mito que explique a mi ciudad, que dé razones de algo que me
obsesiona y me hace creer en los demonios.
Hablo, desde luego, de dos
características de mis conciudadanos que cada día me sorprenden más y que
atribuyo a la influencia de algún espíritu maligno. A saber, Santander debe de
ser una de las pocas ciudades con puerto del mundo occidental, en la que
prácticamente ningún comerciante habla idiomas y donde la norma general en las
tiendas es la antipatía desde el momento que se atraviesa el umbral. Extraño,
¿verdad? Una localidad, capital de comunidad autónoma, pegada al mar y que recibe
semanalmente la visita de un ferry repleto de ingleses, donde todo funciona a
un ritmo distinto, melancólico, de evidente clasismo en decadencia.
Porque, no nos engañemos, se
percibe un desprecio en el comerciante, como en los más anticuados elfos
domésticos de Harry Potter, que lamentaban tener que atender a los ‘sangresucias’.
Parece como si, en cualquier momento, te fueran a apartar de un empujón para
dejar paso a una dieciochesca y empolvada Marisa Berenson (encarnando a Lady
Lyndon, evidentemente), que es quien merece realmente el género. La nostalgia
burguesa, la altivez del apellido, que se nota desde el colegio… ¡Claro que se
nota!
En algunos bares, te piden
que te levantes de tu silla para dársela a otros clientes, quizás más queridos
o respetados. En una conocida tienda de ropa, han contratado a un hombre negro
al que visten de mayordomo y sitúan en la puerta para que salude a los que
entran -en verano, coincidiendo con la feria taurina, le visten de torero, o de
futbolista si hay Mundial-. Hace años, un amigo leonés, recién mudado a
Santander, estaba convencido de que le confundían con algún miserable o moroso
en los comercios locales, por lo mal que lo trataban. No es raro encontrarse
con vendedores que, sin conocerte, te dicen: “Uy, quizás eso se va de tu
presupuesto”. Ese mirar de arriba abajo con desgana. Mi ciudad.
Siempre ha habido en el
burgués una añoranza aristocrática, una querencia elitista que en algunos
lugares se mantiene como un oasis, como el Edén. La defensa contra las masas
con dinero. La preferencia por los pocos individuos con mucho pasado y por las
tiendas de decoración o de cerámica. La explicación materialista es siempre más
aburrida. ¿Qué quieren que les diga? Yo prefiero pensar en una bruja mala, que,
furiosa por no haber sido invitada a una recepción real en La Magdalena, lanzó
un maleficio contra la ciudad: “Las calles serán tristes”. A la espera del
típico milagro de la Navidad, con algún niño ofreciendo una sonrisa a los
viejos Scrooge santanderinos.
O, al menos, que lleguen
otros y vendan mejor.